Guillermo Hurtado

¿Es posible la fraternidad universal?

TEATRO DE SOMBRAS

Guillermo Hurtado *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Guillermo Hurtado 
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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El concepto ético-político de fraternidad tiene una raíz analógica. Digamos que la fraternidad es la virtud de tratar a alguien que no es nuestro hermano como si lo fuera. Pues bien, ¿cómo se tratan los hermanos?

No es sencillo responder a esta pregunta porque todas las formas de relación que se dan entre los seres humanos, incluso las más reprobables, se dan entre los hermanos. Como todos sabemos, los hermanos se pueden odiar al grado de llegar a matarse. También pueden ignorarse: hay hermanos que se tratan como si fueran desconocidos. Esto muestra que la pregunta anterior no es la mejor para entender la virtud de la fraternidad. Pienso que deberíamos reemplazarla por la siguiente: ¿Cómo se tratan entre sí los buenos hermanos?

En la pregunta anterior introducimos el concepto de “buen hermano” porque resulta claro que lo que busca el ideal de la fraternidad no es que los seres humanos se traten como hermanos sin más, sino como buenos hermanos. Lo que entonces hay que esclarecer, para entender el concepto de fraternidad, es el concepto de “buen hermano”.

La fraternidad universal, entonces, no puede concebirse como un acto de la voluntad pura. Tiene que comprenderse como un don sobrenatural que procede del amor divino a sus criaturas. Lo dice así la Encíclica Caritas in Veritate: “La comunidad humana puede ser organizada por nosotros mismos, pero nunca podrá ser sólo con sus propias fuerzas una comunidad plenamente fraterna ni aspirar a superar las fronteras, o convertirse en una comunidad universal”

Un buen hermano hace todo lo que está en sus manos para proteger, ayudar y beneficiar a su hermano. Si debe sacrificarse por él, no dudará en hacerlo. La felicidad del hermano la siente como propia, lo mismo que su desgracia.

Digamos ahora que hay dos tipos de buenos hermanos: los que lo son por obedecer una norma social, una costumbre familiar o incluso una obligación paterna y los que lo son porque están movidos de manera espontánea por el amor fraterno.

Llamemos a la primera fraternidad normativa y a la segunda fraternidad cordial. Cuando se afirma que los seres humanos deberían tratarse como hermanos, ¿lo que se sostiene es que deben hacerlo por cumplir con una fraternidad normativa o por adoptar una fraternidad cordial? Pongamos la pregunta de otra manera: ¿se nos pide que tratemos a nuestros semejantes como un buen hermano trata a su hermano o que, por encima de ello, que los amemos como un buen hermano ama a su hermano?

La fraternidad es la correspondencia entre personas.
La fraternidad es la correspondencia entre personas.Foto: Freepik

En cualquiera de estas dos modalidades, es evidente, que la fraternidad universal es una exigencia enorme. Uno puede llegar a querer a un amigo, un colega, un compañero de lucha como se quiere a un hermano de sangre. El tiempo y las circunstancias nos van hermanando. Pero tratar a un perfecto desconocido como un buen hermano trata a uno de sus hermanos es pedir mucho, quizá demasiado. Y si, además, se pide que se le ame de la misma manera en la que un buen hermano ama a uno de sus hermanos, lo que se espera de uno es enorme, quizá imposible.

No debe extrañarnos, por lo mismo, que en vez de la fraternidad se hayan propuesto otras virtudes menos exigentes para alcanzar la integración social, como la tolerancia o la solidaridad.

Podría responderse que para cumplir con el ideal de la fraternidad universal es preciso aceptar una filiación compartida, es decir, reconocer que tenemos un padre en común. No hay que dar muchas vueltas para llegar a la conclusión que sólo un Dios creador puede hermanarnos con todos los seres humanos. Sin aceptar la existencia de ese Dios padre, diríase, no hay fraternidad universal posible. Sin embargo, creer en un mismo Dios padre no basta, nunca ha bastado, para que seamos fraternos, de la misma manera en la que compartir un padre biológico no basta, nunca ha bastado para que seamos buenos hermanos.

Podría responderse que para cumplir con el ideal de la fraternidad universal es preciso aceptar una filiación compartida, es decir, reconocer que tenemos un padre en común. No hay que dar muchas vueltas para llegar a la conclusión que sólo un Dios creador puede hermanarnos con todos los seres humanos. Sin aceptar la existencia de ese Dios padre, diríase, no hay fraternidad universal posible

La solución a esta dificultad, de acuerdo con la doctrina social católica, va más allá de que todos los seres humanos aceptemos la existencia de un mismo Dios. Lo que se requiere, además, es que le pidamos a ese Dios, desde lo más profundo de nuestro corazón, que nos ayude a ser buenos hermanos de todos sus hijos. La fraternidad universal, entonces, no puede concebirse como un acto de la voluntad pura. Tiene que comprenderse como un don sobrenatural que procede del amor divino a sus criaturas. Lo dice así la Encíclica Caritas in Veritate: “La comunidad humana puede ser organizada por nosotros mismos, pero nunca podrá ser sólo con sus propias fuerzas una comunidad plenamente fraterna ni aspirar a superar las fronteras, o convertirse en una comunidad universal”.