Horacio Vives Segl

75º aniversario del bombardeo nuclear de Hiroshima y Nagasaki

ENTRE COLEGAS

Horacio Vives Segl
Horacio Vives Segl
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La historia es bien conocida. La mañana del 6 de agosto de 1945, el Enola Gay, piloteado por Robert Lewis, volaba sobre la ciudad japonesa de Hiroshima.

Pasadas las 8:00, arrojó una bomba atómica que devastó en segundos esa ciudad y fulminó a gran parte de su población. Pero no fue suficiente para el gobierno del presidente de EU Harry Truman: con el fin de asegurar la rendición incondicional japonesa y el fin definitivo de la guerra, ordenó que tan sólo tres días después, el 9 de agosto, la misma escena dantesca se reprodujera en otra ciudad nipona, Nagasaki.

Caro pagó el imperio japonés no haberse adherido a la Declaración de Potsdam, de finales de julio, que exigía su rendición. Ésta se produjo, como era de esperarse, tras el holocausto nuclear, el 15 de agosto. Así culminaría la Segunda Guerra Mundial. Con el otro gran Holocausto (Shoah), ordenado por Hitler, los bombardeos a Hiroshima y Nagasaki constituyen, sin lugar a dudas, los episodios más aberrantes no sólo de esa espantosa guerra, sino del siglo XX en su conjunto, y posiblemente de toda la historia.

El horror atómico fue de tal magnitud que —afortunadamente— no se han vuelto a realizar detonaciones que afecten territorios habitados. Sin embargo, en las siguientes décadas se desarrollaron miles para pruebas nucleares “controladas”, cada vez con más potencial destructivo, tanto por EU como por otras potencias que desarrollaron la tecnología, destacadamente su gran rival, la Unión Soviética (cuyo arsenal pertenece ahora a Rusia). Las consecuencias límite de la existencia misma de las armas nucleares fueron tan efectivas que no sólo sirvieron como referente para el orden mundial surgido después de la Segunda Guerra Mundial, caracterizado por la “Guerra Fría” entre dos superpotencias, sino que sigue vigente aún hoy. La “destrucción mutua garantizada” no conviene a nadie, pero, como amenaza, los contiene a todos.

A 75 años de aquellos trágicos sucesos, Japón es venturosamente un país muy distinto: una de las democracias más avanzadas y de las economías más ricas y dinámicas del mundo, país líder y referente, cuya voz es escuchada y respetada por la comunidad internacional. Las conmemoraciones de estos importantísimos aniversarios se dan, sin embargo, en el marco de una insigne paradoja: Japón se estuvo preparando los últimos años para que su capital fuera sede nuevamente de los Juegos Olímpicos; y aunque nada es comparable con la crueldad y dramatismo de lo que ocurrió hace tres cuartos de siglo, hoy las ciudades japonesas, al igual que el resto del mundo, están experimentando una nueva amenaza a la humanidad: la pandemia por el Covid.

El impacto de las detonaciones de Hiroshima y Nagasaki en el imaginario colectivo es de tal magnitud que, al producirse una inmensa explosión (no atómica) en Beirut hace unos días —coincidentemente con los aniversarios—, el escalofriante material gráfico que de inmediato dio la vuelta al mundo nos remitió, irremediablemente, al horror de hace 75 años.

Como aspecto positivo, hace unos días la justicia japonesa emitió una sentencia histórica, por la que beneficia a un grupo de sobrevivientes que estaban fuera de los confines definidos para las personas afectadas por las radiaciones. Concederles iguales beneficios que al resto de los sobrevivientes fue sin duda una acertada decisión.