Julia Santibáñez

Nosotros, los no-héroes

LA UTORA

Julia Santibáñez*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Julia Santibáñez
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Por:

“Felices los normales, esos seres extraños. / Los que no tuvieron una madre loca, un padre borracho, un hijo delincuente, / una casa en ninguna parte, una enfermedad desconocida, / los que no han sido calcinados por un amor devorante”, escribió el cubano Roberto Fernández Retamar a mediados del siglo XX. “[Felices] los que vivieron los diecisiete rostros de la sonrisa y un poco más. / Los llenos de zapatos, los arcángeles con sombreros, / los satisfechos, los gordos, los lindos [...]”.

Recuerdo ese poema al citarlo mi Alma Delia Murillo en La cabeza de mi padre, el libro salvajemente bello que explora esa lava caliente en las venas y se llama familia. Añade la autora: “Difiero en un punto esencial con Fernández Retamar, si se me permite: los satisfechos no son felices, son cómodos; y la comodidad es una enfermedad degenerativa y mortal”. Ciertísimo. Tanto el poema como la apostilla me hacen pensar en nosotros, los anormales.

Quienes asumimos serlo padecemos el raro mal de sentarnos al borde del lago por la tarde para otear la arquitectura de la luz y la belleza, como si pudiéramos erosionar la desgracia. Salvar al sol de cada noche.

Los anormales no usamos uniformes ni somos uniformes, cada uno recluido en su cabeza inconforme.

Los anormales pecamos de insolencia. Brincamos a la hoguera devorante tomados de la mano, seguros de la inmortalidad. Enaltecemos el azar y apretamos un pedazo de papel con el nombre que da sentido a las comisuras de este julio.

A los anormales nunca nos contratan para hacer cuentas ni porcentajes, se nos hace engrudo la ganancia. Somos imprácticos, sólo pedimos heredar una cesta de manzanas.

Los anormales, como “Los amorosos” de Sabines, vivimos “al día”. No podemos hacer más, no sabemos.

Nosotros, los anormales, huimos de quienes jamás se desbarrancan, porque eligen el mismo sillón cada mañana y nada les pica en el cuerpo. Ellos no aprenden a reírse de sí mismos.

Los anormales no somos héroes, aunque nos aventuramos en callejones sin salida y aceleramos el paso justo antes de chocar de frente contra el muro de la decepción, de la costumbre, para luego empezar de nuevo, vapuleados pero ciertos: ha valido la pena.

Los días de los anormales pasan en ocupaciones anodinas: esperar que se revelen las palabras, se rebelen, acariciar la soledad, asediar la música que vence los silencios demasiados.

Como sabe la uruguaya anormal Cristina Peri Rossi (se describe como “la advenediza / la perturbadora / la desordenadora de los sexos”): nosotros somos quienes hablamos la lengua de los conquistadores, pero decimos “lo opuesto de lo que ellos dicen”.

A quienes somos anormales nos gusta mirar la vida muy de cerca, como dentro del autódromo de carreras. Por eso a veces nos lleva el carajo, sí, pero a veces no. Hoy no. Al contrario.