Julia Santibáñez

Mi "túnel de silencio", para bien o mal

LA UTORA

Julia Santibáñez*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Julia Santibáñez
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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Hace unos ocho años discutí con una persona muy corta. No de estatura, de argumentos. Insistía en que los escritores somos egoístas porque no negociamos el tiempo de creación. Dije que en lo personal soy inflexible por una razón rudimentaria: en ese espacio radica buena parte de lo que da sentido a cada aliento mío. Dos veces pregunté por qué alguien estaría obligado a ceñirse al imperativo de un tercero. "Es egoísmo", se desbarrancaba igual.

El enojo del interlocutor partía de una descalificación. Su vida intrépida consistía en ir al trabajo, elaborar cuentas, volver a casa. Desde la superioridad moral (¿?) juzgaba la tozudez que vuelve a cualquier artista un ser obsesivo, cargante, que a diario toma distancia de su pareja e hijos porque ni siquiera junto a ellos puede crear: la soledad es indispensable. Ahora hablo de mí: tengo clarísimo qué voy a hacer cada día del resto de mi vida. Voy a leer y escribir mucho o poco, en vacaciones, entre semana, fines de semana. Me paguen por ello o no. Sólo eso, leer y escribir. Como bien apunta Adrienne Rich, ambas exigen "un túnel de silencio". Quien me quiere lo respeta, porque me respeta a mí. Yo agradezco en los hígados.

No es habitual una obsesión tan encajada, encima muy antisocial. No puedo leer mientras platico, menos escribir, y no lo digo desde la victimización, más bien recibo carretadas de gusto con mi oficio de dos caras: al leer dialogo con un silencio lleno de voces, mientras tomar el lápiz conlleva la experiencia arrasadora de producir, de vez en cuando, un verso que me hace "estar viva en grado sumo", en palabras de Eliseo Diego. Entonces viene el calor en la médula, el zumbido de ser omnipotente un rato. ¿Y cuál es la molestia? Que algunos traigamos dentro de las costillas un impulso de ese tamaño desafía a los de visión corta.

Entiendo que a quien me imagina cuando logro un poema digno, ese solo hecho pueda causarle una comezón enemistada, igual a la del tipo que me ve saborear con lascivia las mejores crepas de cajeta del sistema solar, pero nunca podrá probarlas. No lo invité a la mesa. Debería crear su receta, cultivar cada ingrediente, construir su horno personal. Si bien cuesta fragilidad, renuncias y disciplina, mucha frustración, el pago no tiene familia alguna. Acaso ahí se fundamente la ofensa: aquella persona veía mi aparatosa pretensión creativa (si puedo lograrla o no es otra cosa) y, por contraste, su día a día le habrá parecido ínfimo.

Sería una absurda si exigiera: "Todos pónganse a escribir". Vivo según me da la gana, no impongo mi criterio a nadie, sólo soy una "obrera de ensartar palabras" (saludos, Alfonso Reyes). Me gusta el túnel de silencio que mi doble oficio demanda, me encantan las mansiones derruidas, los corredores angostos, los paisajes de peligro que me incita a levantar.