Julia Santibáñez

¿Qué hacemos con los muertos?

LA UTORA

Julia Santibáñez
Julia Santibáñez
Por:

Para Rosa, en especial

Es una crisis. Una devastación. Herida abierta en canal sobre el costillar, hecha “tan callando” que no entiendes cómo fue. Nadie te preparó. Si hubo indicios, los ignoraste. Carecías de lentes adecuados. Sabes que todos pasaremos por ahí, que la gente se va. Pero no tu hermano. No tu hijo, tu madre, tu amiga. Ellos no. Como sigues aquí, resulta inexplicable la desaparición de esa vida con la cual la tuya está hecha nudo. Aunque parece complicado, “es tan fácil morir, basta tan poco”, escribió Rosario Castellanos. Y viene el frío, el miedo de no verlos más. Luego otra vez no entiendes o más bien te niegas a ese bocado de pan duro. Se atora en la garganta. Y cómo duele que el amor, el muchísimo, no pueda nada contra el vacío.

Las cosas siguen como siempre y te asombra. Incluso te choca. La gente oye música, se pelea, hace el amor; el agua sale de la llave, el día se despereza. Todo es igual y nada es exactamente igual. Entre las mujeres dani, tribu de Nueva Guinea, es habitual amputar falanges de un dedo de la mano, como símbolo de duelo por un pariente. Así tú: te arrancaron, no sé, una pierna y ahora debes aprender de nuevo a andar. Además del hueco está el enojo contra quien se fue. La pérdida de palabras compartidas.

A todos nos ha tocado cerca. “Estoy repleto de ausencias / ya no me queda lugar donde no haga falta algo”, dice el poeta uruguayo, mi amigo, Gustavo Wojciechowski. En estos meses la muerte se ha crecido, orgullosa, y los difuntos duelen más de lo normal porque la pandemia impide abrazarnos. Cómo hace falta esa parte del ritual, la compañía de los nuestros al atravesar la aduana que nos vuelve en instantes viudos de padre, huérfanas de hermana, sobrevivientes de un entrañable. No me extraña que pueblos alrededor del mundo se hayan comido a quienes se fueron, para mantenerlos vivos. Toda la aldea de los yanomami, en el Amazonas, gime, grita, da fuertes golpes al suelo ante la partida de un miembro. Luego queman el cadáver y los parientes se comen las cenizas en una sopa.

Aunque tragar los restos parezca brutal, nuestra costumbre de enterrarlos o rendirlos al fuego no es menos salvaje. Desde el escritorio alcanzo a tocar la urna con las cenizas de mi madre. Murió en octubre. A veces le hablo con cierta culpa por haberla incinerado; mi hija le da golpecitos de cariño, como si la espalda sigilosa percibiera el contacto a través de la madera.

Recuerdo a un personaje de Lucia Berlin: “No hay ninguna guía para la muerte. Nadie para decirte qué hacer”. Vendría bien un manual sobre cómo reaccionar ante ella, pero mejor uno sobre cómo matar, entre todos, a la rancia asesina que nos ronda.