Julia Santibáñez

Sientes nostalgias de estar un poco contigo

LA UTORA

Julia Santibáñez*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Julia Santibáñez
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Por:

Cenas un sándwich mientras la araña esbelta sube el muro de la cocina. La observas y agradeces su mutismo mustio. Te deja regresar al cuerpo, a tus sonidos: la respiración, los dientes que trituran, el borborigmo, los latidos. Tu voz, si te apetece. No te apetece. La lluvia en los charcos del patio. El resto es silencio.

Lo sabes: es un privilegio robusto vivir lejos de la calle. Jamás llega a ti la maldición que repite por la ciudad: “Se compran colchones, tambores, refrigeradores”. No oyes tráfico ni la voz nasal que de tarde instruye: “Pida sus ricos y deliciosos tamales oaxaqueños”. La generosidad de este sosiego es una tina de agua caliente. Cómo la valoras luego de los chirridos del día: juntas en Zoom, correos, urgencia, llamadas y, en redes, gritos de alta tecnología. Aunque eres un electrón acelerado, una Sísifo del apremio, poco después de las diez de la noche apagas computadora y celular, le dices al mundo que no estás. Que ya no. Te vuelves tu otra mitad: la vaca que pace lento.

Necesitas calma para rumiar la poesía, como haces cada noche y madrugada. Para escuchar lo que hace ecos por dentro. Los remolinos, círculos tensos. Equilibras la prisa de la chamba con el ritmo pausado de la escritura a mano. Porque trabajas los poemas siempre a mano. Al tomar el lápiz no te desconectas del mundo, sólo resuenas en frecuencia morosa, para hallar lo que la quietud busca decir. En tu opinión, lo escrito pesa de igual forma que lo callado. Lo asentaste en estos versos: “Amasar palabras. / Amasar silencios. / Parecen distintos / y son uno, / el mismo quehacer”.

Ahora recuerdas aquella tira de Quino: Manolo, Felipe, Susanita y Mafalda se arrebatan la palabra, cada uno más tumultuoso que el otro. Mudo hasta entonces, de pronto Miguelito pide: “¿Podrían todos callarse un minuto por favor?”. Obedecen, intrigados; él se da un abrazo. Luego explica: “Gracias, sentía nostalgias de estar un poquito conmigo”. Te pasa. Tanto te pasa. Tenías catorce o quince cuando empezaste a disfrutar el tiempo a solas; pronto se volvió adicción. Es tu zona creativa. Irrenunciable. Por eso hace veintidós años elegiste no vivir en pareja. Aunque has estado enamorada y ahora lo estás, mucho, agradeces en la médula que tu compañero respete tu raridad, tu espacio, y se alegre en el suyo propio.

Mañana, al prender el celular te golpeará un estruendo de voces, reiteración, ofertas, el ruido blanco que no da tregua. Pero de noche, la audacia suave que pides. De nuevo querrás explorar aquello de Roberto Juarroz: “Así como cada voz tiene un timbre y una altura, / cada silencio tiene un registro y una profundidad. / El silencio de un hombre es distinto del silencio de otro / y no es lo mismo callar un nombre que callar otro nombre”.