Visajes sonoros de una ciudad

LA UTORA

Julia Santibáñez*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Julia Santibáñez
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Por:

Once del día. ¿A qué suena este viento frío (seis grados), de sobresaltar el espinazo, pero ya es fines de marzo? ¿Cómo se escucha aquí la luz? ¿De qué forma hace rumor de música el sol que detiene el río? De veras, ¿cómo suena esta ciudad?

Tres de la tarde. Sobre el bullicio de la trompetista callejera, en la ribera del Sena mi novio y yo creemos percibir el acompasamiento de botas alemanas, en prisa de tomar la ciudad igual que un patán se apropia de un cuerpo no suyo y le recorre las avenidas una vez y otra vez, mientras la mujer se revuelve. Resiste. Al fin, ella gana. Ensancho el oído. Me gustaría, conforme mastico un camembert con miel al horno (mucho) me gustaría atestiguar a Heloísa y Abelardo, el decir de la lengua generosa del filósofo, de la pupila; luego, ya castrado el maestro, a la muchacha retar desde la prisión monacal: “Hubiera preferido ser tu amante, Abelardo, que tu esposa”. Quién sabe si distingo un remedo de Julio Cortázar en plática con la Maga sobre el Pont des Arts en su (nuestra) Rayuela y me asusta el golpazo (quizá) de las cabezas enchisguetadas de sangre al rodar en la plaza, los ojos demasiado abiertos.

Siete de la tarde. No sé si el inhalar de fondo que apenas escucho, el adensado, sea del unicornio del tapiz de Cluny. Acaso respira desde su tela mientras Juan Pablo y yo, de paseo, festinamos dos años de historia compartida: aquí los tiempos se empiernan, vueltos uno. El mismo. La alarma por el incendio en Notre Dame se superpone al silencio del aire ante los nenúfares de Claude Monet o La cuna de Berthe Morisot y corcovean pavorosos en lamento los agonizantes por la Peste Negra y se cuelan alaridos de orgullo de la Nobel Annie Ernaux, más miles de activistas, porque hoy Francia inscribió en su Constitución el derecho al aborto. (Quizá).

Más de las doce. El frío cachetea. Salimos de cenar en la Isla de San Luis cuando nos sorprenden seis acólitos letárgicos. Sotanas largas. Caminan como si el tiempo tuviera ganas de esperar lo necesario. Presumen alto una hostia y van gregoriando un canto en latín. ¿Es una estampa de este 2024 (quizá) o un eco amplio, como las campanadas medievales? ¿El gruñido de gárgolas se abraza con César Vallejo, todo él hambriento, mientras repite con Georgette: “Dios mío, estoy llorando el ser que vivo; / me pesa haber tomádote tu pan; / pero este pobre barro pensativo / no es costra fermentada en tu costado: / tú no tienes Marías que se van!”?

Una y veintidós de la madrugada. En esta ciudad vibra un palimpsesto de narrativas que interaccionan, accionan, reaccionan en simultáneo. Tal vez se me hayan colado por dentro posturas y visajes sonoros. Aquí cada día es siempre. (Quizá).