Basta un nombre

ENTREPARÉNTESIS

*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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El último poema del último libro de Robert Lowell (un gran maestro mal o poco leído en español, ciertamente difícil de traducir) se titula, previsiblemente, “Epílogo”. Algo intuía Lowell al escribir Day by Day, un libro en que la muerte gravita por todos lados, y sobre todo ese poema, “Epílogo”, que pone fin al discurso de aquellas ciento treinta y siete páginas y, más circularmente, a la vida toda del poeta.

Poco después de escribirlo, a los sesenta años de edad, Lowell moriría en el asiento trasero de un taxi, y no podría ver la publicación de ese libro y ese poema que fueron póstumos por apenas un parpadeo de la cronología.

Lowell había resistido y sobrevivido a una generación de poetas suicidas y atormentados: Delmore Schwartz, John Berryman, Randall Jarrell e incluso Sylvia Plath, quien fue su alumna. Con Day by Day, Lowell rompía el espejismo de la “acmé” de los poetas jóvenes y confirmaba estar en total control de su talento a los sesenta años. Hay quienes postulan que, alrededor de los cuarenta años, se pierde la potencia creativa y arriesgada característica de la mejor poesía, pero abundan los ejemplos que contradicen esa postura helénica, ática. No pocos poetas se han despedido con un golpe de genio renovado, como el maravilloso Árbol adentro, del septuagenario Octavio Paz. Lowell, equiparable con Pound y Auden, tan sólo compartiendo vuelo con Elizabeth Bishop, nos ha regalado una despedida que es doblemente tremenda porque es consciente de sí misma.

El poeta se pregunta en su “Epílogo” por qué esas benditas estructuras que son la trama y la rima no le sirven ahora que quiere inventar algo, y no contar un hecho. En otras palabras: quiere ser puramente creativo, pero se da cuenta, desde la madurez alcanzada, de que somos una serie de instantáneas, de momentos detenidos, de que la escritura es apenas una red para atrapar pasajes y narrarlos, incluso en la poesía más lírica. El poeta es apenas un fotógrafo… Se dice a sí mismo, memorablemente: “Reza por la gracia de la precisión / que Vermeer dio a la luz del sol, / avanzando como una marea / sobre la muchacha anhelante”. Es decir: si estás condenado a registrar momentos, sin poder inventarlos, que tu registro sea hermoso. Pero el poeta no es Vermeer, y admite terriblemente: “Somos pobres hechos que pasan”, y todo debe, en la fotografía que se está tomando con el poema, tener su nombre. Pero el nombre, y Lowell lo sabía, no es sólo un registro, sino un bautizo constante, un nacimiento. Nombrar algo, nombrar a alguien, es darle un lugar único en la marea universal que todo lo arrastra. No es necesario inventar nada: decir un nombre basta para salvarnos del olvido. Y toda esa reflexión se titula “epílogo”, un muy consciente cierre del arco creativo de un poeta de altos vuelos lingüísticos e intelectuales: Lowell regresa a la evidencia factual de los hechos que pasan, aunque “pobres”, y pide un nombre para ellos, para esos hechos que somos. Un nombre. La explosiva creatividad de un nombre. Con eso basta.