Mensajes en el tiempo

ENTREPARÉNTESIS

*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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Llevados, traídos y a veces revolcados por la corriente del presente, solemos olvidar que detrás de nosotros se mueve el mar de la Historia, y nos creemos, ¿cómo decirlo?, instantáneos, únicos, merecedores de un mundo puesto ahí, milagrosamente, como escenografía de nuestras andanzas y tribulaciones. 

Es un acto de fe ridículo, una ceguera solipsista correspondiente con nuestra arrogancia e impaciencia. La destrucción del planeta tiene que ver con el desdén que tenemos por las futuras generaciones, pero también con las pasadas, que lo habitaron con más respeto y ritualidad. Sí, somos un chispazo formidable, pero esa luz apenas alcanza para iluminar la punta de nuestras narices. La Historia (según dice un escolio a un texto implícito) siempre comienza antes y después de lo que imaginamos.

Y no hablemos de prehistoria, ese extensísimo valle de tiempo que precedió al Homo sapiens, a ti, a usted, a mí. ¿De dónde venimos?, ¿de cuándo venimos? El tiempo es la arcilla de la Historia, nos rodea como el polvo y a veces cuaja, se materializa y comparece en forma de piedra, así sea minúscula como un guijarro o mayúscula como un monolito. Helas ahí, las piedras, hechas de tiempo, portavoces de la Historia. Símbolos de la eternidad, apenas sorprende que en la antigüedad las piedras hayan sido usadas como grandes marcadores y como mensajes para atravesar generaciones. Los individuos escriben su nombre sobre el agua, las sociedades lo tallan en la piedra.

En un viaje característicamente veloz y lleno de pendientes que tuvimos que hacer hace unos días, me detuve diez minutos —literalmente— frente a las grandes piedras de Stonehenge. Sentí de inmediato la bofetada de lo sagrado, de lo ritual, de la aspiración de eternidad. Me avergoncé de mi prisa, por supuesto, pero fue más grande el orgullo de reconocerme descendiente de quienes erigieron el grandioso monumento. Grandioso tenía que ser, masivo, para desafiar la goma de borrar del olvido y decir “estuve aquí” como quien pone una piedra sobre otra en una orilla del camino. Grandioso tenía que ser, para saludar al sol en el solsticio de verano y enmarcar el universo. Grandioso tenía que ser, para cruzar el puente del tiempo y trascender el instante de una vida. Intento descifrar el mensaje de las piedras, de esas grandes moles culminando en inverosímiles dinteles que, me entero, fueron traídos desde Gales… Entiendo, creo entender, que la proeza ingenieril es parte del mensaje, en cuya redacción participaron cientos, miles de personas. Es un desafío, sí, pero también una reverencia del tamaño del asombro y del tamaño de la fe. Grandiosa tenía que ser la escala, que simultáneamente señala nuestra insignificancia y nuestra ambición. Pudimos hacerlo y lo hicimos (el plural es importante). El mensaje ha viajado cinco mil años.

Tomo la foto con la cámara de mi teléfono y me asalta un vértigo súbito: veo los megalitos encuadrados en la pantalla de este pequeño, portentoso aparato que de alguna manera pone el mundo a mis pies. También nosotros estamos redactando, desafiando. ¿Qué acertijo estamos dejando a la posteridad?