La poesía y los círculos

ENTREPARÉNTESIS

*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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En su novela multidimensional, Planilandia, Edwin Abbott Abbott refiere ese momento en que un humilde cuadrado conoce a una esfera y sus portentosas tres dimensiones.

La esfera es la perfección, la sublimación del círculo, pero el círculo no es menos hermoso en su cerrada limpieza y en el movimiento estático que sugiere. Una versión menos limpia pero más sexy del círculo perfecto es la espiral, que ya es un baile. El movimiento circular marca el eterno retorno, la autofagia del uroboros, el ritmo perpetuo, la concentración y la expansión: la poesía abreva de esas aguas como una muerta de sed. En su poema “Epipsychidion”, que es un homenaje al amor libre, Shelley habla de la pareja que “posee y es poseída por todo lo que es / dentro de la circunferencia de la dicha”. Emily Dickinson, que leyó bien a Shelley, lleva la imagen a un grado más alto y más osado al considerarse ella misma una circunferencia: “Circunferencia, tú, novia del Pasmo, / poseyendo serás / poseída…” No se ha hablado lo suficiente sobre la temperatura erótica de la poesía de Dickinson, mejor conocida por su reclusión y sus vestidos blancos…

¿Cuáles serán los círculos más célebres de la poesía? Hay tantos… Yeats sería uno de los más fuertes contendientes, con sus poemas “Los giros” y “La segunda venida”. El poeta parece hablar de hélices y hasta de dobles hélices, espirales que forman conos que a su vez se entrecruzan en un movimiento de vértigo. En “La segunda venida” (o “Segundo advenimiento”), uno de sus poemas más citados, el poeta arranca así: “Dando vueltas y vueltas en la espiral creciente, / no puede ya el halcón oír al halconero”, imagen poderosa y bella que nos sugiere una pérdida, ese momento en el que el “centro cede” y el halcón, como una pelusa en el ciclón, se desconecta… El peligro de las vueltas, el hechizo del ritmo centrífugo es, precisamente, la pérdida del centro, el olvido de uno mismo, el instante impresionista que no sabe regresar al corazón que bombea.

René Char le pedía, casi ordenaba a su lector “atornillarse”, que además de ser una forma de la concentración es una forma de la resistencia contra los vientos de la dispersión y la frivolidad: en este caso el movimiento es centrípeto, haciendo tierra y echando raíz. Y Antonio Gamoneda, siempre oscuro, obedece a Char pero pone un reparo: “Aún giro dentro de mí mismo aunque sé que voy a caer en el frío de mi propio corazón”. Aquí el peligro es diametralmente diferente: no perder el centro sino al contrario, encontrarlo, tan sólo para descubrir que es un lugar inhóspito y gélido.

Todo es circular: la sangre nos lo dice, los anillos en los troncos de los árboles nos lo recuerdan, sugiriendo que nosotros también estamos formados por aros, capas, círculos trazados por un compás genético que también se llama vida. Pero la primera evidencia de la circularidad de todo está más cerca de lo que pensamos, tan cerca que no la vemos porque… ¿quién puede ver su propio ojo? Dejemos que las palabras de Emerson rematen o, mejor dicho, cierren el círculo de estas divagaciones: “El ojo es el primer círculo, y el horizonte que forma es el segundo”.