La tragedia de la posibilidad

ENTREPARÉNTESIS

*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Por:

Constantemente siento que me desdoblo, que soy capaz de verme y escucharme como si estuviera fuera de mí y aquel otro del que me escindí fuera un personaje dentro de una obra desconocida. 

Este despliegue de mi ser es, sencillamente pero complicadísimamente también, mi conciencia, ese conocimiento de mi propia existencia que la ciencia, y la neurociencia en particular, aún no logra desentrañar. El conocimiento de mí me escenifica, me ubica en el tablado del ser, y, en resumen, le imprime a mis pensamientos, más que un tono metafísico, un sabor melancólicamente teatral. ¿Qué personaje soy?, ¿el mundo es un gran escenario? Para decirlo en la jerga de la adivinanza: ¿cómo se llamó la obra?

Me doy cuenta (y al hacerlo me guiño a mí mismo el ojo, como si pudiera verme fuera de mí) de que esta conciencia es totalmente hamletiana: ella y el caudal de dudas que acarrea consigo. Y también me doy cuenta de que le estoy dando la razón al gran crítico Harold Bloom, quien toda su vida aseveró, ante el escándalo de la academia, que Shakespeare nos inventó. Yo debería decir que Hamlet es, en su conciencia hiperlúcida, demasiado humano, pero digo, con Bloom, que los humanos somos muy hamletianos… El príncipe Hamlet es una conciencia que habla, y su verdadero drama es el de la identidad intensificada. La inteligencia, que lo lleva a recorrer maravillosos bucles de introspección, termina por paralizarlo, y Hamlet también es el ser que duda, incapaz de tomar una decisión. El personaje se sabe personaje (muy probablemente en la obra equivocada) y, para acentuar este vértigo de la representación, incluso propone escenificar una obra dentro de la obra que él protagoniza. La fascinante dialéctica de la conciencia de Hamlet, que es retóricamente prodigiosa, termina por abismarlo en una especie de balcanización del yo que nos hace ver que cada uno de nosotros es un drama en sí mismo y que, sí, la vida tiene mucho de teatral. No los neurocientíficos de hoy sino un dramaturgo de hace cuatrocientos años ha logrado iluminar el misterio de la conciencia.

Borges preguntaría: si Shakespeare es el padre de Hamlet, ¿quién es el padre de Shakespeare?, ¿qué dios detrás de dios la trama empieza? Éstas son dudas muy serias, que Shakespeare supo aligerar con un humor brillante, haciendo del dios de Hamlet un escritor de farsas, un bromista. Ese queridísimo príncipe sin obra quisiera ser, pero no puede, una versión de sí mismo solamente. No puede: su inteligencia lo condena a la duda constante y a la incapacidad de discriminar, de ser uno, de ser él. Y ser es ya una decisión en sí misma, la de no deshacernos de este “mortal despojo”. Entre ambos extremos, arde la inteligencia del personaje, y nosotros, tantas veces, con él. Somos parte de un guion escrito por quién, trazado tal vez por el azar o por un dios más cruel que bromista. ¿Quién sabe? Una certeza sí tenemos: somos libres de dudar y dudando nos liberamos, nos zafamos de la inmovilidad del destino, ¿o no? Hamlet no se creía libre, pero lo era, al grado de protagonizar su propio albedrío como la tragedia de la posibilidad. María Zambrano decía: pobre poeta, no sabe qué hacer con el minuto que pasa. Hamlet es un poeta, y el minuto es demasiado para él.