Luz de Camus

ENTREPARÉNTESIS

*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Por:

Es invierno. Es, acaso, el corazón del invierno, y donde vivo se suman los factores de la lluvia y el viento: una estación ruda que exige de nosotros paciencia y reciedumbre (una palabra muy de nuestros padres). ¿Es también el invierno del mundo? Cualquiera que lea los periódicos respondería que sí, y que hay que aspirar a la llegada de la primavera. Albert Camus, en su tiempo y en su mundo, también lo creía, y tenía razones poderosas: su siglo había atestiguado las dos grandes guerras mundiales y vivía una estación ruda de la Historia.

Su antídoto era la promesa de la primavera: “Cuando vivía en Argelia, esperaba pacientemente todo el invierno porque sabía que, en el curso de una noche, una fría y pura noche de febrero, los almendros del Vallée des Consuls se cubrirían de flores blancas”. Camus de inmediato apunta: “Esto no es un símbolo. No ganaremos nuestra alegría con símbolos”. Y tenía razón: la Historia no es un símbolo y requiere, para salir del invierno, no almendros en flor sino fortaleza de carácter, un orgullo severo y la frugalidad de la sabiduría (virtudes nietzscheanas citadas por Camus). No obstante, en este invierno, yo acudo a Camus, que sí tiene algo de símbolo.

Acudo a un pequeñito libro suyo que en el nombre lleva la medicina: El verano, publicado en 1954. En esas páginas, Camus regresa al sol de su infancia argelina pero también al sol helénico de los mitos griegos. Tanto él como el mundo parecían tener, en aquellos años, “nostalgia de la luz”, condición que el Mediterráneo, su clima y su temple clásico, podían contribuir a curar. Camus creía que debido a las atrocidades del siglo XX ya no éramos “hijos de Grecia”, y que si Prometeo hubiera vuelto entre los hombres, ellos, y no los dioses, lo hubieran condenado. Y, sin embargo, en medio del horror, Prometeo aún podía dar una lección a los hombres, pero no la lección de la rebeldía de quien se roba el fuego sino la de la perseverancia de quien sobrelleva su castigo: “El héroe encadenado mantiene, entre los rayos y truenos de los dioses, su tranquila fe en el hombre. Así es como es más duro que la roca y más paciente que el águila” que se come su hígado una y otra vez. En Camus siempre encontramos una razón para perseverar, un motivo para la reciedumbre.

Éstos son también días de oscuridad, guerra, injusticia y violencia. Son días de invierno, pues, que debemos contrarrestar con nuestra fe en el sol: “En nuestro nihilismo más oscuro sólo he buscado razones para trascenderlo, no por virtud ni por una rara elevación del alma, sino por una instintiva fidelidad a la luz en que nací y en la cual, por miles de años, los hombres le han dado la bienvenida a la vida incluso cuando sufren”. Debemos aspirar, con acciones, a ese día límpido, a esa “luz de Camus”. Es la luz clásica de Grecia, es la luz de Orán pero es también la luz del sol de todos nuestros días: “En el centro de nuestras obras, tan oscuras como puedan ser, brilla un sol inextinguible, el mismo sol que hoy grita sobre los valles y montes”. Prometeo ya se robó ese fuego para nosotros, ahora nos toca perseverar como él.