Julio Trujillo

Noche oscura del alma

ENTREPARÉNTESIS

Julio Trujillo*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Julio Trujillo
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Por:

En el uso y abuso de las metáforas universales que adoptamos para explicar, y simplificar, las cosas que nos pasan (y “las cosas que nos pasan” es todo, una increíble complejidad de hechos concatenados que moldean nuestros destinos individuales), destaca la “noche oscura del alma” como imagen ideal para escenificar una crisis por la que atravesamos, preferiblemente espiritual, tras de la cual, como tras de toda noche, se asoma la promesa del día, de la luz, del final de la crisis.

Periodos de depresión, crisis de identidad, genuinas introspecciones sin aparente salida, problemáticas de vida acumuladas en un lapso de tiempo, búsqueda de respuestas a preguntas teologales, o simple y sencillamente malas rachas por las que solemos atravesar de vez en cuando, caben perfecta y acríticamente en el envase de la noche oscura del alma.

San Juan de la Cruz, a quien nos gusta tutear como Juan de Yépez, o, en mi caso, Juan, escribió cerca de 1578 el poema del que proviene la noche oscura del alma. Místico carmelita, poeta español de divina intuición, santo colosal, Juan (y “Juan” es todos y nadie, Juan eres tú y Juan soy yo) ideó la imagen original en la que el alma va al encuentro de Dios como un encuentro íntimo entre dos amantes. Hoy entendemos esa noche oscura como el camino tortuoso que hay que atravesar para llegar a la luz del día, a la iluminación, tal vez a Dios, pero quien haya leído el texto se sorprenderá al reconocer a la noche como cómplice, a la oscuridad como una aliada para alcanzar la meta. Escuchemos al poeta, cuyos versos pongo uno junto al otro en afán de claridad: “En la noche dichosa, en secreto, que nadie me veía, ni yo miraba cosa, sin otra luz y guía sino la que en el corazón ardía…” El camino del alma es iluminado por la luz del corazón, que arde, y que podemos llamar la luz de la determinación o de la fe. Esa luz, dice Juan, es incluso más verdadera que “la luz del mediodía”, donde nos espera el amado, la amada, Dios. Y entonces comparece la quinta estrofa del poema, que se dirige directamente a esa noche que en nuestra interpretación hemos simplificado como la dificultad, la tortuosidad, la crisis, pero que Juan entiende como una ausencia de luz necesaria, no sólo para llegar a la luz, sino para ser parte de la luz:

¡Oh noche, que guiaste!

¡Oh noche amable más que la alborada!

¡Oh noche que juntaste

Amado con amada

amada en el Amado transformada!

La alabanza de la noche no cancela el dolor ni la dificultad, sino que los asume como necesarios, e incluso más amables que el día, para el encuentro con Dios. Para una mística contemporánea como Simone Weil, la noche es la incredulidad, como un niño que llora de hambre incluso sin saber a ciencia cierta si en el mundo hay pan: “Cuando estamos comiendo el pan, e incluso después de haberlo comido, sabemos que es real. No obstante, podemos dudar sobre la realidad del pan, al igual que los filósofos dudan sobre la realidad del mundo de los sentidos”. Pero estas dudas son verbales, dice Simone, y Juan coincide con ella al creer ciegamente en la bondad de la oscuridad. La noche, pues, no sólo es necesaria sino buena.

Si pasaste la noche en una cueva, agradécelo, porque en esa cueva estaba la iluminación, y ya todo podía cesar, y ya te podías olvidar y dejar tu cuidado “entre las azucenas olvidado”.