Rubio pastor de barcas pescadoras

ENTREPARÉNTESIS

Julio Trujillo*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Julio Trujillo
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Por:

El destino (al que, no sin facilidad, le atribuimos una personalidad caprichosa) me ha deparado un nuevo e inusitado trabajo, el cual acepté sin pestañear por eso de las millas de experiencia, o vida, sin las cuales un escritor se vuelve un teórico o un fabulador.

Quería una muesca en mi hacha, una fuente de anécdotas para los nietos y, por supuesto, una mina poética para explotar cuando la realidad me abofeteara con su grisura. Así que desde hace tres meses soy el guardián nocturno de un barco dos veces por semana. En puerto. Nada más me subo al barco y paso dos noches ahí, velando, cuidando, haciendo rondas, encontrando la manera de mejor convivir conmigo mismo en las altas horas de la noche. Soy, pues, el velador de un barco, pero guardián suena más romántico.

Leo, escribo, me aburro, batallo contra el sueño, me platico, trazo el signo del infinito con los pies y salgo mucho a cubierta a recibir el golpe del viento de Cornwall, frío y vivificante, como si cargara pilas para aguantar una hora más (uno de mis turnos es de once horas). Y ahí, en cubierta, con el barco atracado y amarrado, puedo ver a escasos metros de distancia un pequeño faro que cumple su incansable labor de guiar a botes, lanchas y embarcaciones pequeñas por los vericuetos del puerto de Penzance. Además de un barco, tengo un faro. No basta mucho más para detonar una imaginación fantasiosa como la mía, curtida además con lecturas de toda especie en la que no escasea esa clásica utilería marina. Pero mi faro es algo enano, no es el faro más bien filosófico de Virginia Woolf, cuya visita se posterga. No es el faro de Longfellow, con esa albañilería masiva, un “pilar de fuego por las noches”, y un “pilar de nubes en el día”. Más que una casa de la luz, según su nombre en inglés, el mío es una habitación solamente, modesta, para la interlocución con balsas y no con trasatlánticos. No es el faro de Alfonsina Storni, que abre en la costa “su abanico solar”. No es el faro que se cree listillo de Elizabeth Bishop, ese “con su vestido clerical en blanco y negro” y al que la poeta le atribuye una condición nerviosa… No, mi faro parece tranquilo, oteando sin parpadear el horizonte, es cierto, pero sin demasiada ambición, como si el radio de su luz fuera del tamaño de un abrazo ligeramente sobrehumano. No es la chispa que le urge ver al marinero en un delicioso poema de Emily Dickinson que comienza diciendo: “Buenas noches, ¿qué fue lo que apagó la vela?”, no “quién” sino “qué”, dándonos a entender que esa vela es algo más, tal vez la luz de la Luna o de las estrellas… Lo puedo ver desde la popa del barco, a mi faro, cuidando el rebaño flotante que lo mantiene despierto durante las noches y, con él, a mí. Puedo ver su luz amarilla haciendo círculos en la madrugada como un compás absorto y enajenado. El suyo es un universo acotado, con olas campiranas. Sí, mi faro es como el faro de José Gorostiza, ese “Rubio pastor de barcas pescadoras”.