La vida apocalíptica de Ramón López Velarde 

ENTREPARÉNTESIS

Julio Trujillo
Julio TrujilloLa Razón de México
Por:

Este próximo sábado conmemoraremos los cien años de la muerte del gran poeta Ramón López Velarde, pero su “tránsito” comenzó —especulemos— tres años antes, en 1918, con la desaparición de su querido amigo, el pintor Saturnino Herrán. En la “Oración fúnebre” que le dedicó, López Velarde (ya lo vio Guillermo Sheridan hace muchos años) parece adelantar su propio epitafio.

Algunas líneas de ese texto (así es la mímesis de la amistad profunda) parecen ser autorretratos de su autor: “Su sensualidad —huelga declararlo— fundamenta su obra”; “Carecía en absoluto de ideas lógicas, profesando, en cambio, las de evidencia vital, las ideas fibrosas, patrullas de Psiquis”; “No dudó entre los desvaríos mentales y los brazos palpables de la Vida”; “…puedo asentar que la amante de Herrán fue la ciudad de México, millonésima en el dolor y en placer”; “La vergüenza con que ejerció, su religiosa vergüenza, esplende sobre los fulleros que tratan al Arte como quincalla”; “Encima de las modas, la euforia de su mito le permitió convertir el universo en el balneario interminable en que todo se desviste para jugar el juego eterno de la desnudez de los arquetipos”. Ambos, pintor y poeta, murieron a los 33 años de edad: “La edad del Cristo azul se me acongoja”, escribió López Velarde, reconociendo esa íntima cábala pitagórica que siempre lo acompañó.

En esos tres últimos años de vida ya se escribía la euforia de su mito. ¿No persevera la anécdota en que, a finales de 1920, una gitana de ojos verdes le augura que va a morir asfixiado? López Velarde sin duda recordaría ese momento en los estertores de su letal bronconeumonía, supersticioso como era: la auspiciosa mujer de ojos inusitados de sulfato de cobre sentenciando su final… ¿No se propina él mismo la puntilla cuando, una noche de mayo de 1921, probablemente sobreexcitado por la publicación de “La suave patria”, camina interminablemente por las frías calles de la ciudad de México, sin nada que lo caliente más que un abrigo de coñac y la conversación sobre Montaigne que sostuvo con Rafael Heliodoro Valle? Esa caminata, como la de Robert Walser en la nieve, sería su fin, el comienzo de su fin o la ratificación de su fin, como si el poeta no sólo dejara de resistir sino que se entregara ya voluntariamente al imperio de la muerte, sobre la cual escribió: “Matemática golosa, la Muerte se bebe el signo más de la libertad y el signo menos de la inocencia esclava”…

Si creyéramos, como él, en el dogma de la resurrección de la carne, nada nos costaría, este próximo sábado, abrir a voluntad su sepulcro “para que la Dicha se levante de su cabecera de gusanos” y escucharlo decir (y así por fin concluirlo) su poema “El sueño de los guantes negros”, en el que el poeta a su vez resucita a su amada y ambos se toman de las manos, viviendo, en un ciclo eterno, “la vida apocalíptica”. Tal vez nada le hubiera gustado más, y tal vez ahí siga, vivo en la muerte, sosteniendo una mano enlutada por un guante, dentro de un sueño que también nosotros estamos soñando.