Julio Vaqueiro

Un camino en círculos

RÍO BRAVO

Julio Vaqueiro *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Julio Vaqueiro 
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Por:

Olía a sanitizante de manos. El aroma penetrante del alcohol, la limpieza profunda. Para entrar, nos pidieron quitarnos el tapabocas de tela que llevábamos puesto y cambiarlo por un N95 (“el que traes no sirve para estar aquí”). Nos hicieron ponernos gorro desechable y lentes de plástico; tapar los pies con un cubrezapatos azul, lavarnos las manos y, otra vez, aplicarnos gel sanitizante. Así llegamos a la unidad de Covid-19 en el hospital Jackson Memorial de Miami, Florida.

Ésta es la cuarta ola de contagios. O la tercera. Ya no se sabe bien, pero qué importa. Uno pensaría que, después de la segunda, la historia no tendría por qué repetirse más. A estas alturas, lo razonable hubiera sido haber aprendido la lección, sobre todo en un estado rico en recursos y rico en vacunas. Pero no. En esta nueva ola, los casos y las muertes en Florida ya superan los datos del invierno pasado. Un promedio de más de 200 fallecimientos al día.

Lo mismo sucede en Texas, con más de 150 muertes diarias, Luisiana con 130 y Mississippi, con 111. El sur de Estados Unidos está en crisis.

“Parece un deja vu,” me dijo Magdalena, una enfermera cubanoamericana que trabaja en el hospital. Es como si camináramos en círculos, una y otra vez por el mismo sitio. La diferencia ahora es que hay vacunas disponibles y tenemos las enseñanzas del pasado. Es decir, la crisis de hoy es del peor tipo existente: evitable.

Según el New York Times, el 97% de los hospitalizados por Covid-19 en este nuevo rebrote en Estados Unidos, no está vacunado. A pesar de eso, el 40% de las personas elegibles no se ha puesto la inyección.

Ahí estaba don Jesús Ramírez, de 53 años. Llegó dos días atrás con dificultad para respirar. Recibía oxígeno en una de las habitaciones del hospital. Accedió a platicar con nosotros frente a la cámara y, para entrar a conocerlo, además del gorro, los gogles, la N95, los cubrezapatos y el antibacterial, tuvimos que enfundarnos en uno de esos trajes de astronauta que ya todos hemos visto en televisión. Le pregunté si se arrepentía por no haberse puesto la vacuna. El poco aire que guardaba en los pulmones apenas le alcanzó para un monosílabo: sí. Con calma después me contó a susurros que le faltaba compañía, que no tenía quién le cuidara, que toda su familia vivía en Colombia.

Tantos inmigrantes como él en este país, tan solos en las dificultades.

Aunque ahí estaba su enfermera, pendiente de su salud. Carmen, inmigrante chilena con décadas de experiencia en el campo médico, iba y venía por los pasillos de la unidad. Entraba y salía de las habitaciones de sus pacientes con una ligereza y una gracia admirables (¿lo hacía en patines?). Siempre amable, por fin se detuvo y me confesó su frustración. “Volvió el miedo a contagiarnos y llevar el virus a casa”, me dijo. Pero incluso esto lo pronunció con una sonrisa en los ojos.

Es raro vivir tan entregados al miedo. Qué agotador sentir que el susto vuelve con cada nueva ola de contagios. Supongo que, después de 18 meses de pandemia, Carmen ya lo entendió bien. Quizá por eso, como antídoto, sonríe cada que puede.