Martín Alomo

Resonancias musicales de la interpretación psicoanalítica

COLUMNA INVITADA

Martín Alomo*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Martín Alomo
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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Scherzando

 Producidos por el efecto de una palabra, de una interjección, de un ruido, de una respiración o de un silencio, las resonancias de la interpretación suelen incitar la insinuación de una voz inaudita.

Un sonar marino recoge a ciegas los signos de los objetos sumergidos que no ve, a través de las ondas que le devuelven la reverberación sobre los cuerpos. Así, las resonancias de la interpretación analítica irradian una claridad opaca, como una tela translúcida tejida por los armónicos de lo que se dice. Bajo su superficie extendida, se insinúa la textura de dichos, palabras, significantes hasta entonces inadvertidos.

La pulsación de una nota implica el despertar de sus armónicos. Esta suele ser una buena analogía para aludir a las resonancias de la interpretación analítica. Sin embargo, convendría establecer los límites entre el campo del lenguaje y la palabra, por un lado; y el medio acústico, por otro. Tal vez no sea del todo inútil explorar los límites y los alcances de esta analogía.

Eso que llamamos notas musicales se corresponde con un parámetro convencional, la llamada afinación estándar. Esto, por supuesto, es una pura convención. También lo es eso que llamamos sonido: por ejemplo, una nota musical es un tratamiento artificial sobre lo real del ruido. En el lenguaje musical también el objeto está perdido.

En cuanto a los armónicos de cada nota, estos se distribuyen matemáticamente, en una progresión de quintas, cuartas, terceras, octavas y otros intervalos y matices sobre los que no viene al caso explayarnos.

Como podemos notar, aquí ya encontramos un límite a la analogía de la resonancia musical con la de la palabra. Mientras que aquella está estandarizada de acuerdo al sistema del lenguaje propio de la música, las resonancias de la palabra son caprichosas, imprevisibles. Si bien están cernidas al sistema de alguna lengua, sin embargo las combinaciones y recombinaciones resultan incalculables.

La música, al desarrollarse en un medio acústico, recurso excluyente para el desarrollo de la materia sonora, despliega sus resonancias en ese campo y sus armónicos habitan ese espacio. En el caso de la palabra, la “caja de resonancia” es discursiva, es decir que alude al lugar del Otro. Para el caso de la interpretación analítica, ese lugar está representado por la presencia del analista.

Rubato

Si apelo a la analogía musical no es por la necesidad, para ambos casos, de una caja de resonancia. Sino porque en ambos casos, lo que resuena es otra cosa que la materia (sonora en un caso, significante en el otro).

La resonancia está hecha del encuentro entre el ser del oyente y la materia. El ser que habita en la música, en los avatares de la escucha musical, eso es lo que resuena, lo que vibra, tocado por la materia de los sonidos y sus armónicos, o por los silencios que ellos crean. Del mismo modo, es el cuerpo hablante el que resuena cuando la interpretación analítica toca alguna nota incitante. Las resonancias dicen “piedra libre” en el juego de las escondidas, y el ser oculto tiene entonces la posibilidad de revelar su presencia, si tiene ganas de jugar.

En un caso y en otro, lo tocado por las resonancias es el ser que habita en los intersticios de la materia, ya sea musical o de lenguaje. El ser hablante o el ser musical es el que resuena cuando algunas de las materias que se activan lo afectan. El ser es lo que resuena cuando el objeto que se deja adivinar es tocado por la reverberación que produce la interpretación, ya sea musical o analítica.

En este punto, conviene modular desde el psicoanálisis la propuesta heideggeriana que indica que el lenguaje es la morada del ser. Más bien, diría que el ser ocasional del sujeto, que es falta de ser situada en un objeto siempre contingente, implica que dicho objeto no mora en el lenguaje, sino en sus márgenes. A lo sumo puede ser situado desde él: no en, sino desde.

Lo que tienen en común una interpretación y la otra -la musical y la analítica- es la capacidad de hacer resonar al ser que convocan a través de los efectos que los componentes materiales de sus respectivas estructuras excitan.

Estas estructuras, aun con sus rigideces, posibilitan distintos tipos de hiatos. Los más evidentes -y fundamentales- son los silencios. Cualquier entramado material, ya sea musical o discursivo, está hilvanado de silencios. Silencios que no existen per sé, sino que son fabricados, inventados según las condiciones de la estructura. Y como bien sabemos, los silencios pueden ser tan o más significantes que las palabras.

En el silencio, el protagonista infatuado enmudece y es entonces cuando la escenografía, el escenario, los bastidores hablan. Esas son las condiciones propicias para que una voz nueva e inquietante advenga.

Ritenuto

Resta aún por desplegar la diferencia principal entre las resonancias musicales y analíticas. Tal vez sea demasiado obvia: se trata del medio en que cada una de ellas se desenvuelve. En un caso, el medio es acústico; en el otro, significante. Es decir que si nos atenemos a esta diferencia, las resonancias de la música efectivamente suenan; en cambio, las otras son silentes. En esto, las resonancias analíticas son más afines a las características del lógos que a las simpatías armónicas musicales.

El empuje al goce y al sufrimiento de algunos significantes que se revelan tocados en su esencia, modificados por elementos del dialecto originario y singular de cada hablante, hace que las resonancias melódicas no sean del todo incompatibles con las resonancias analíticas. Salvo por la condición que imponen los diferentes medios. En el análisis, el silencio es el medio por el que adviene una voz nueva, y por el que se deja oír lo distinto. Las resonancias de los significantes singulares pulsadas en el análisis a través de la interpretación analítica modalizan el uso de la lengua para cada hablante. Esta melodía silenciosa, sin armonía y sin ritmo -por eso no es música- constituye la clave del goce y del deseo que lalea cada analizante.

Que haya sujeto como efecto de la estructura significante no implica que se corresponda con los significantes del código universal, compartido, y como tal se trate entonces de un sujeto previsible. Si así fuera, bastaría con averiguar cuáles son los significantes extraídos del sistema de la lengua que lo han determinado, para saber más o menos de qué tipo de sujeto se trata. Incluso esta operación podría estandarizarse y seguramente no faltarían interesados en escribir el diccionario o el manual nosográfico correspondiente.

Sin embargo, la hipótesis psicoanalítica sostiene que cada quien habla su propio dialecto, apenas traducido más o menos mal por el tamiz que habitualmente denominamos lengua. A la escucha de esas singularidades extremas, orientado por sus efectos somáticos -es decir por las resonancias en el cuerpo- nos dedicamos los analistas.

Esta escucha tan particular, en el punto de cruce entre la lengua del código compartido y el dialecto individual de cada quién, es particularmente apta para detectar el modo en que lo azaroso puede funcionar como hipótesis causal, ya sea de determinaciones sintomáticas, ya de arreglos subjetivos que las solucionen.

Coda

En los compases finales de una ópera o de una sinfonía los temas principales que han hilvanado la obra son retomados, pero ahora de otro modo. Es como si el proceso primario se apoderara de ellos que aparecen ahora condensados, desplazados, superpuestos, caprichosos, obstinados; como en disputa, convivencia o diálogo. Pero no disputa, convivencia o diálogo entre ellos, sino con la contingencia de no ser que se anuncia, implacable. Agonía del final.

Es como si supieran que están ante las proximidades de la muerte; entonces sus últimos estertores, angustiosos, afirman su presencia sobre un fondo de ausencia que comienza a imponerse cada vez más. Aun en la afirmación obstinada, exagerada de los temas, la voz silente comienza a hacerse oír, hasta que finalmente domina la escena: el silencio perpetuo, ancestral, atávico, sobre el que todo lo que es adviene a la sospecha de su no-ser inminente. Se trata de la voz muda que instila en el ser que no huye a su comparecencia la evidencia incontestable de una contingencia radical.

En el final del análisis suelen reaparecer los significantes que habían comandado los desarrollos temáticos urdidos por la asociación libre. También, como en la Coda musical, luego de haber expirado su tiempo de despliegue y de agotamiento, el estatuto de ellos cambia.

Cuando se acerca el momento de concluir, las resonancias de la interpretación analítica parecen encontrar un medio distinto. Ahora los armónicos evocados por ella no reverberan. Es como si una sordina pétrea hubiera apagado los resonadores y la vibración descendiera al nivel elemental del sentido: es eso.

Sin embargo, no es que el medio haya cambiado, no es que ahora la materia de la interpretación analítica sea otra. Lo que ha cambiado, más bien, es la relación del sujeto con los significantes de goce procedentes de su dialecto individual y los efectos somáticos correlativos. Ahora él se las arregla con eso de otros modos, puede utilizarlos para improvisar otras músicas.

* Psicoanalista. Doctor en Psicología. Magíster en Psicoanálisis. Docente del Doctorado en Psicología y de la Maestría en Psicoanálisis de la Universidad de Buenos Aires. Co-Director de la Maestría en Psicopatología (UCES). Entre otros libros, ha publicado Vivir mejor. Un desafío cotidiano (Paidós 2021); La función social de la esquizofrenia. Una perspectiva psicoanalítica (Eudeba 2020); Clínica de la elección en psicoanálisis. Vol. I y II (Letra Viva 2013).