Rafael Rojas

Lo que nunca se perderá

VIÑETAS LATINOAMERICANAS

Rafael Rojas*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Rafael Rojas
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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Tengo a la mano el último de los tantos libros de Enrique Florescano, que me llegaron en años recientes. Se trata de Historia de la bandera mexicana. 1325-2019 (2021), en colaboración con el historiador michoacano Moisés Guzmán Pérez. Ahí se lee una de las principales preocupaciones del intelectual veracruzano, en su larga carrera investigativa y difusora: la guerra de los símbolos en culturas milenarias, colonizadas y descolonizadas como la mexicana.

El libro retoma y profundiza la tesis que Florescano expuso en La bandera mexicana. Breve historia de su formación y simbolismo (1998). Pero en su última versión, el ensayo se detiene con más cuidado en las pugnas por los emblemas, primero imperiales y luego nacionales, del escudo y la bandera a lo largo de siete siglos. El poderoso símbolo del águila, la serpiente y el nopal, en el centro de la laguna, que surgió del triunfo de Huitzilopochtli sobre Cópil, durante la fundación de Tenochtitlán.

Cada componente de la imagen (la laguna, el nopal, la serpiente y el águila) tenía un campo de significación específico, pero en su conjunto describían un relato fundacional. En poco tiempo, asegura Florescano, “el emblema mítico se convirtió en la representación universal del Estado mexica”. Un Estado que comprendía un imperio y que, en 1522, debió enfrentarse al intento de refundación colonial emprendido por Hernán Cortés y los conquistadores españoles.

Florescano narra al detalle aquella refundación de México-Tenochtitlán a principios del siglo XVI. La ciudad asume un “diseño europeo”, los españoles “imponen el trazo en damero, o cuadrícula, de la distribución de edificios públicos y religiosos” y de la “organización política y social de la ciudad”. Pero “los hombres, los materiales y las tradiciones que la construyen son indígenas”, y los europeos “no logran imponer unanimidad en los símbolos que representan la urbe”.

Cuando en diciembre de 1523, Carlos V decide asignar un escudo de armas a la ciudad, el decreto habla de una “gran laguna azul”, un “castillo dorado en medio”, varios “puentes de piedra de cantería”, “diez hojas de tuna verde” y un “león levantado, sobre uno de los puentes” y las uñas sobre una de las torres del castillo, “en señal de la victoria” lograda por los “cristianos” en la conquista de Tenochtitlán. Nada del águila o la serpiente y, en lugar del nopal, unas hojas de tuna verde.

El intento de los conquistadores por “borrar los símbolos de la heráldica nativa” era evidente, y la imagen del nuevo escudo, reproducida en el libro, así lo demuestra. Apenas diez años después, en 1535, ya los artesanos indígenas, que construyeron el atrio del convento de San Francisco, en el mismo lugar donde se levantaba el templo de Huitzilopochtli, esculpieron una lápida con el águila, la serpiente y el nopal. Como en la Crónica Mexicana de Tezozómoc, “nunca se perderá y nunca se olvidará lo que vinieron a hacer”, en este mundo, historiadores como Enrique Florescano.