Valeria Villa

La angustia es la brújula del deseo*

LA VIDA DE LAS EMOCIONES

Valeria Villa *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Valeria Villa
 *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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Heidegger escribió sobre la angustia en Ser y tiempo (1927) definiéndola como el presentimiento de la nada. A veces confundimos miedo, ansiedad y angustia. El miedo se siente hacia algo que ya ocurrió y tememos que vuelva a ocurrir. La ansiedad es una inquietud externa o interna que lleva al sujeto a compulsiones para calmarse: comer, fumar, beber, trabajar, ejecutar rituales obsesivos. La angustia tiene un carácter existencial y aparece cuando somos capaces de preguntarnos porqué hicimos lo que hicimos. Cuando nos enfrentamos a la mortalidad, a la enfermedad y al sufrimiento, como realidades inexorables de vivir.

Hay un elemento inesperado en la mente que convertimos en preguntas: ¿por qué dije eso? ¿por qué hice eso? ¿por qué pasó lo que pasó?

Estos cuestionamientos nos llenan de angustia, que intentamos calmar con discursos culposos que se enfocan en lo que podría haber sido distinto y que se expresan con la conjugación hubiera. Quizá lograríamos atravesar la angustia si pensáramos por qué pasó lo que pasó. No se trata de una causalidad lineal como la que dice que una es insegura porque los padres no le dieron suficiente reconocimiento. La angustia muestra algo abierto, que no tiene una sola explicación.

No está de moda atravesar la angustia. Ante el primer asomo de ella, nos medicamos o buscamos explicaciones que nos tranquilicen o inventamos versiones del otro, que nos hizo sufrir, que no estuvo cuando más lo necesitábamos, que no nos dio lo que le pedíamos. Los ideales también sirven para calmar la angustia de la nada. Tienen un papel encubridor y se encuentran en las antípodas del deseo. Decir que hacemos lo que hacemos por el bien de todos, porque nos gusta ayudar, porque nos creemos buenas personas o buenos padres, es encontrarse alejado del deseo. Los ideales hablan mediante discursos morales que dictan cómo debería ser un hombre, una mujer, una pareja, unos padres. Quien sólo piensa en ideales no conoce su deseo. Como el estudiante de psicología que dice que eligió esa carrera porque le gusta ayudar a los demás. Se huye de la nada interna para que no aparezca la angustia que está vinculada al deseo. El deseo, entendido como todo aquello que hacemos sin saber por qué lo hicimos. En este sentido, Freud y Lacan son distintos: para Freud el sueño es la formación privilegiada del inconsciente y un camino para acercarse a la reconstrucción de los deseos. Para Lacan, es el acto fallido. Es en el tropiezo, en la falla, en el lapsus, en eso que hicimos y no sabemos por qué en donde encontramos pistas de nuestro deseo.

Dice Lacan que sólo se es culpable de haber retrocedido en el deseo, al no asumirlo, al camuflarlo con el ideal.

En análisis puede reducirse la angustia, con la desaparición de los ideales ciegos que casi nunca son propios sino aprendidos o impuestos por los padres. Pensemos en alguien que estuvo en una relación muchísimo tiempo y no entiende por qué. Nos da mil explicaciones, como que pensó que era un buen partido, que era demasiado inexperta, que se convenció de que era lo mejor. Quizá sería más fácil aceptar que el deseo es inexplicable.

La angustia se puede leer en el cuerpo. Algo de lo corporal evidencia nuestra angustia, como cuando decimos “no sé por qué estoy llorando al contar esto”, o la risa nerviosa, o la voz entrecortada. Aquel método original del psicoanálisis que era la catarsis, siempre se conserva de algún modo en la terapia: hay un alivio corporal que trae la palabra. Desear no es querer algo en específico. El deseo se manifiesta en lo inexplicable de haber hecho algo. La angustia aparece también cuando nos desconocemos, cuando hacemos algo de lo que nos arrepentimos y que no sabemos de dónde salió. Cuando alguien que amamos deja de confirmarnos en lo que siempre hemos pensado que somos, aparece la angustia, que es el único afecto que no engaña.

*Basado en el seminario de Luciano Lutereau: ¿Quién le teme a Lacan?