Una historia fascinante

Una historia fascinante
Por:
  • juliot-columnista

En su proceso de conversión en Buda, Siddharta Gautama se entregó a intensos ejercicios de meditación, quietud, castigo. No estamos aún en el momento de iluminación bajo la higuera, ese despertar del largo sueño de ser alguien, pero el joven príncipe, convertido en asceta, se preparaba.

Su objetivo era vaciarse, no ser él, acallar los vicios e impulsos de la sangre. Permanecía horas en silencio, hasta dejar de sentir sed, frío, dolor. Con la respiración bajo absoluto control, los latidos de su corazón se reducían al mínimo. Se entrenaba, renunciando a todo, en el arte de ensimismarse. Borges dice: “Los dioses que lo vieron tan demacrado, creyeron que había muerto”. Aunque fijo en su sitio, ya no estaba ahí. Algunas historias cuentan que su alma absorbió a una garza que volaba: era la garza. También fue el cadáver de un chacal, se hizo polvo y el viento se lo llevó. Esto nos recuerda a Empédocles, quien famosamente dijo que él antes había sido una niña, un arbusto, un ave y un pez en el mar. Siddharta cumplía el ciclo de la vida pero volvía siempre a él mismo. Herman Hesse le hace decir: “¿Qué significa el arte de ensimismarse?  ¿Qué es el abandono del cuerpo? ¿Qué representa el ayuno? ¿Qué se pretende al detener la respiración? Se trata sólo de huir del yo. Es un breve escaparse del dolor del ser”. Gautama entendió que la mortificación era inútil, se alimentó y finalmente fue en búsqueda de la higuera sagrada. Al encontrarla intuyó: todos los lugares son aquí, y se propuso no moverse de ahí hasta liberarse y resolver el enigma de la existencia: romper el ciclo de las reencarnaciones, que sólo traen dolor una y otra vez.

Es una historia fascinante, y fascinante leer sus diversas versiones, hagiográficas, históricas, noveladas, poéticas. Se trata, ni más ni menos, de contar cómo un hombre de treinta y cinco años, sentado tranquilamente bajo un árbol, recordó el origen del mundo, vivió sus vidas pasadas y entendió. Las primeras fuentes cuentan que Buda (ya no es Gautama) intuyó la infinita concatenación de todos los efectos y las causas, pero ese conocimiento, afirman otras fuentes posteriores, es irreal, pues todo es solamente una apariencia, y afirman: “Si hubiera tantos Ganges como hay granos de arena en el Ganges y otra vez tantos Ganges como granos de arena en los nuevos Ganges, el número de granos de arena sería menor que el número de cosas que ignora el Buda”. Con el entusiasmo del converso, Jack Kerouac cuenta que no fue una agonía, sino una dicha, no una resurrección de nada sino la aniquilación de todas las cosas. El Buda supo que todo tiende a la disolución, y así, todo es impermanencia. Entonces despierta: ya no es yo, ya no es alguien.

Sabe que debe enseñar su doctrina, que resumo groseramente en ocho puntos: ideas correctas; resolución correcta; habla correcta (un discurso tierno); comportamiento correcto (amable, servicial); manera de vivir correcta (inofensiva); esfuerzo correcto (entusiasmo y energía para seguir el camino justo); conciencia correcta (conocida hoy como mindfulness); y meditación correcta. La máxima dificultad a la que se enfrenta un seguidor del budismo, en su versión zen, es la supresión del ego. Rudísima aspiración en estos días en que arde la hoguera de las vanidades. Pero se puede, dicen, con mucho esfuerzo y con eso que pedía Pablo d’Ors: un poco más de silencio.