El cuerpo en que nací

El cuerpo en que nací
Por:
  • Martin-Vivanco

¿Cambia nuestra vida al contarla? ¿Uno es lo que ha vivido o recuerda? ¿El recuerdo cambia cuando uno se lo cuenta a sí mismo, cuando se narra, cuando se convierte en historia? Sí, todo sí. Uno es lo que decide contar, y, sobre todo, lo que decide ocultar. Uno es, también, cómo decide contar su vida: si decide escribirla pondrá el acento en ciertos sucesos, borrará otros, unos los escribirá con un tono distinto, a veces triste, a veces alegre. Guadalupe Nettel en su novela El cuerpo en que nací nos recuerda esto magistralmente. Hace mucho que no leía una novela tan entrañable, con una prosa tan bella y sencilla; una novela que va hilando detalles, tejiendo fino en la memoria de la autora para enseñarnos la valía de las simplicidades de la vida.

El cuerpo en que nací es una novela autobiográfica, en la que Nettel simula estar en el diván de su psicóloga contándonos los primeros años de su vida. No hay una trama como tal, por lo que la novela es más confesión que historia. Ahí es donde reside su valía: nos recuerda que las cosas más mundanas adquieren belleza al pasarlas por el prisma de lo literario. Desde cómo una niña percibe el mundo distinto debido a una herida que tiene en el ojo, o cómo escalar un árbol se puede convertir en una proeza digna de un cuento, hasta la influencia que tiene en la vida de uno la forma en que sus padres conciben el mundo. Es una paradoja que la vida de nuestros seres más cercanos sea la que está más llena de misterio, que nuestros padres hayan tenido una vida previa que condiciona la vida familiar, y que nunca sepamos bien a bien porqué hacen lo que hacen con nosotros.

Así Nettel nos invita a conocer su vida, pero también la de sus padres. Una madre hippie, progresista y, a veces, sofocante; un padre tierno y cariñoso, pero ausente. Esta combinación, aunado a una promesa de que ellos –los padres- nunca les mentirían a ella y su hermano, hacen que la educación sentimental que adquieren sea bastante atípica. Les abren una ventana al mundo de los adultos sin que ellos lo sean, causándole -sobre todo a ella- una confusión respecto a temas nada menores, por ejemplo, la vida sexual, y las creencias típicas de la infancia, como la existencia de Santa Claus, la religión, etcétera.

Quizá lo que más me gustó de la novela es su tono sincero. La autora hace un análisis de su vida tan real, que lleva a uno a hacer lo propio con su vida, con su infancia. ¿Qué tanto influyó tal o cuál cosa en mi vida? ¿Qué tanto me cambió mudarme de ciudad, o aquella vez que se burlaron de mí? ¿Por qué empecé a leer? ¿Qué significa estar solo? ¿Cuándo comencé a querer contar historias? ¿Cuándo dejé de ser niño y comencé a ser adulto? Todas estas preguntas y más aparecen conforme uno va avanzando en la lectura. Al final, uno acaba cuestionando muchas cosas, recordando otras tantas, y el resultado no puede ser más que uno: acaba conociéndose mejor a sí mismo. Y esto vuelve a la novela arte puro y duro. Sobra decir que se las recomiendo.