El oso que vuelve

El oso que vuelve
Por:
  • jaume

El poder militar es, desde siempre, un factor clave en la política interna y exterior de Rusia. En una nación forjada frente al acoso de invasores extranjeros —desde los mongoles y caballeros teutónicos a la Wehrmacht hitleriana— la presencia del elemento castrense ha sido constante en los órganos y estilos de gobierno, las élites de poder y la cultura política rusos. Convirtiendo al soldado en arquetipo oficial del patriota, en una suerte de alternativa al ciudadano democrático y civil.

En los últimos años, el factor militar ha cobrado auge con el rearme decretado por el gobierno de Putin. Sin llegar a los ruinosos niveles de la URSS, las fuerzas armadas rusas se han profesionalizado y modernizado de forma impresionante. Un programa de rearme hasta el 2020 presupone el incremento de las unidades de alta capacidad combativa, incluida la expansión de las tropas aerotransportadas, la creación de nuevas brigadas árticas y el renacer de las emblemáticas divisiones blindadas de la Guardia. El porcentaje de equipo moderno en dotación de las tropas de aire, mar y tierra debe alcanzar el 70 por ciento. Este impulso bélico nos habla de un millón de hombres bajo las armas, 2 mil 300 tanques del innovador modelo Armata, mil 200 nuevos aviones y helicópteros, 50 buques de superficie (incluido al menos un portaviones) y 28 submarinos de ataque y lanzamiento de misiles estratégicos. Fuerza apoyada por un centenar de satélites de espionaje, comando y comunicación; decisivos para librar las guerras del siglo XXI.

Semejante despliegue se justifica en parte por el abandono al que el gobierno de Yeltsin, subrogado a Occidente, sometió a las fuerzas armadas rusas; con la excepción de unas pocas unidades de élite garantes de su gobierno. No cabe dudas de que un país con la extensión y riquezas naturales de Rusia necesita unas tropas modernas, móviles y dotadas con alta tecnología para disuadir a sus poderosos vecinos asiáticos y occidentales.

Sin embargo, la combinación de este impulso armamentista con la renovada agresividad de la política exterior rusa y el reforzado autoritarismo interno, sumadas a la debilidad y decrecimiento del gasto militar europeo, encienden las alarmas en varias capitales del Viejo Continente. Los países bálticos, Polonia y la vecina Ucrania, entre otros, tienen suficientes razones históricas y geopolíticas para preocuparse por el despertar del oso armado.

Un esquema de seguridad colectivo, como los intentados tras la disolución del Pacto de Varsovia, habría sido un elemento clave para acotar los recelos de Moscú. La integración rusa a una OTAN renovada —en misiones y alcances— debería haberse completado en la década posterior a la disolución de la URSS. Y los conflictos y competencias entre Occidente y la potencia eslava podrían haber encontrado modos virtuosos para su canalización.

Lamentablemente, la expansión del pacto Atlántico hacia las fronteras occidentales de Rusia coincidió con el renacer del revanchismo y militarismo en el país eurasiático. Y, a estas alturas del partido, crecen las tensiones que nos empujan a una suerte de Guerra Fría 2.0. Cuyas primeras batallas se libran, ahora mismo, en los cielos y territorios de Siria y Ucrania.