La solución más sencilla

La solución más sencilla
Por:
  • larazon

Fernando Escalante Gonzalbo

En alguna ocasión Susan Sontag dijo que la ilimitada confianza en las soluciones de fuerza era uno de los rasgos más característicos del carácter de la sociedad norteamericana. De hecho, era más enfática. Decía literalmente que el insaciable moralismo americano y la fe en la violencia eran síntomas de algo que parecía una auténtica psicosis nacional —fundada, como todas las psicosis, en una eficaz negación de la realidad. Eran los años del presidente Lyndon Johnson, de la guerra de Vietnam, y eso explica sin duda el tono. Ahora bien, con todos los matices que hace falta poner a una afirmación de esa naturaleza, señala un hecho bastante obvio, y que no ha cambiado mucho en los últimos cuarenta años.

En realidad, da la impresión de que tanto el moralismo como la confianza en el recurso de la violencia se han acentuado conforme el mundo se ha ido haciendo más complicado, más confuso, y ha ido declinando la influencia de los Estados Unidos. En los años de la Guerra Fría había siempre un margen para el pragmatismo, había la posibilidad de un distanciamiento casi cínico en ocasiones, y también una reserva para el empleo de la fuerza en lo que se suponía que fuese órbita de influencia de la Unión Soviética. La actitud ha sido muy distinta en los últimos tiempos en Bosnia, en Kosovo, Somalia, Afganistán, Irak, en Pakistán.

La fe en la violencia asoma por todas partes. En muchas de las películas de catástrofes, por ejemplo, contra cualquier amenaza: un terremoto, un meteorito, un ataque de marcianos, el recurso del que se echa mano es una bomba nuclear, que efectivamente arregla las cosas, de una manera simple, rápida, definitiva, eficacísima. Imagino que esa manía en parte obedece a una necesidad de simplificar el mundo. La bomba es la solución más sencilla, el problema resulta ser igualmente sencillo. También a la conciencia de que la acumulación del arsenal nuclear ha sido un gasto absolutamente desmesurado e inútil —en un armamento imposible de usar, que confiere a los Estados Unidos una superioridad monstruosa, impracticable y patética. Pero sobre todo, la idea de la bomba nuclear ofrece la ilusión de resolver los problemas de un manotazo.

Es acaso una de las claves de sus repetidos fracasos militares, de Vietnam a Irak o Afganistán. El punto de partida de su razonamiento estratégico es siempre la convicción absoluta, inalterable, de que tienen capacidad para ganar la guerra y ganarla además fácilmente, con un manotazo, porque su armamento es infinitamente superior. No consideran la posibilidad de ser derrotados, tampoco la necesidad de pensar el conflicto en términos políticos —todo se reduce a la victoria, que es algo obvio, transparente, que no necesita ni explicación.

Pienso ahora, por supuesto, en la decisión de bombardear Siria, contra la opinión del resto del mundo, empezando por Europa, contra el parecer del Consejo de Seguridad, con el solo propósito de “castigar” al gobierno de Bachar Al-Assad. Pero el síndrome es al menos tan viejo como la guerra de Vietnam —donde nunca tuvieron del todo claro ni siquiera contra quién estaban combatiendo, mucho menos el objetivo que perseguían, más allá del manotazo. Bombardearon Vietnam del Norte, sin declarar la guerra, pero también bombardearon masivamente Vietnam del Sur, Laos y Camboya, sin ningún resultado concreto aparte de la destrucción. La estrategia del general Westmoreland tenía tres líneas básicas: el bombardeo sistemático, incluso con armas químicas (NAPALM, agente naranja, fósforo blanco); las operaciones terrestres de “búsqueda y aniquilación” (search and destroy); y el establecimiento de zonas de “fuego a discreción” (free kill zones).

Nunca pensaron en invadir Vietnam del Norte, porque hubiesen necesitado diez veces más soldados de los que tenían en el Sur. El despliegue de tropas en tierra estaba limitado a un radio de 50 kilómetros alrededor de las bases. A fin de cuentas, no había otro propósito más que la destrucción, en la seguridad de que eso bastaba. El objetivo más concreto que llegó a formular McNamara fue alcanzar el “punto de inflexión” (tipping point), es decir, el punto en que estuviesen matando con la mayor rapidez más “comunistas” de los que podían reclutarse. Y con eso, no había más criterio de éxito, sino la cuenta de cadáveres. El resultado lo conocemos todos.

Medio siglo después, el pensamiento estratégico estadounidense tiene la misma sofisticación, y termina rindiendo prácticamente los mismos resultados. Toca Siria.