Rafael Rojas
La oposición venezolana ha demostrado que puede competir y ganar cerca de la mitad de los votos, en una elección presidencial claramente dispareja. Y ha probado también que es capaz de encabezar una movilización popular que obliga al gobierno de Nicolás Maduro a exhibir sus peores atributos: la represión y la torpeza, el autoritarismo y la demagogia. Aún con el apoyo de Unasur —no de la Celac, por cierto—, y de la manipulación mediática en torno a la “agresión fascista” y el “golpe de Estado”, el gobierno venezolano no puede ocultar su intolerancia.
Una movilización popular, sin embargo, no se extiende indefinidamente sin efectos políticos concretos. Varios analistas y líderes de la propia oposición lo han señalado: el momento de las protestas, un año después de las elecciones presidenciales y pocos meses después de las locales, no favorece necesariamente la apertura del sistema político venezolano. Aunque el gobierno parece incapaz de movilizar un apoyo popular, ya no equivalente al de Chávez sino al de Maduro hace un año, lo cierto es que el presidente no tiene porqué renunciar y puede apostar al desgaste natural de las “guarimbas”.
Sobre todo en la primera etapa de la movilización, a fines de febrero y principios de marzo, vimos en Caracas un tipo de revuelta pacífica de “gente común”, como la pensada por Immanuel Wallerstein, Terence Hopkins y Giovanni Arrighi, en el libro Movimientos antisistémicos (1999), que, al igual que otras movilizaciones similares en México, Brasil y Chile, podría desvanecerse en poco tiempo.
En México y Chile, aquellos movimientos tuvieron elecciones próximas donde naufragar, pero en Brasil, sin procesos electorales a la puerta, las protestas de mediados del 2013, en el contexto de la Copa Confederaciones, también se disiparon luego de mes y medio. A la oposición venezolana le resultará muy difícil mantener viva la movilización callejera hasta que llegue el momento constitucional del referéndum revocatorio.
A medida que las protestas dejen de estar protagonizadas por esa “gente común” de que hablaba Wallerstein —ciudadanos molestos, no militantes partidistas, con un objetivo político preciso— y comiencen a ser un asunto exclusivo de la base social de la oposición, la calle perderá fuerza. Y es ahí que la situación puede revertirse y resultar ventajosa para el gobierno, ya que si uno de los saldos de estas jornadas es el pronunciamiento de las diferencias dentro del campo opositor, cuando los tiempos se acerquen al calendario electoral, el oficialismo estará más cohesionado.
La crisis venezolana es tan distintiva del poder de la calle como de sus límites. El liderazgo ejercido por políticos como Leopoldo López o María Corina Machado —el primero preso y la segunda, sin inmunidad parlamentaria— acentuó y diversificó el perfil público de la oposición venezolana y su resonancia nacional e internacional. Pero si esa presión no se traduce en estructura organizativa, votos o mecanismos constitucionales de revocación del mandato, el movimiento acabará diluyéndose en el corto plazo.
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