Recordando a Primakov

Recordando a Primakov
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Para cualquier potencia, sostener una política exterior coherente es un factor clave de su propia estabilidad y desarrollo internos. De tal suerte, los periodos de declive de los poderes globales —piénsese en la Roma imperial y la España monárquica— cobijan la caída simultanea de los indicadores económicos, la paz interna y el respeto internacional. Y eso no ha cambiado en la era del ordenador y la sociedad global.

Con la desaparición de la URSS, Rusia heredó buena parte del territorio, población, recursos productivos y potencial militar soviéticos. Pero asumió también elementos claves de la proyección y status internacionales de la antigua superpotencia. El arsenal nuclear —junto a sus portadores aéreos, submarinos y misilísticos— y el asiento permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU fueron algunos de ellos. Sin embargo, la crisis de identidad (geo)política del (re)naciente Estado ruso impidió que su proyección externa estuviera a la altura de sus potencialidades.

En el ámbito diplomático, como en la política económica y el mundo de las ideas, la élite y sociedad rusas se dividieron en posturas aparentemente irreconciliables. Atlantistas seducidos por la idea de una Rusia liberal y perteneciente al universo occidental, incluidas sus instituciones políticas, financieras y de seguridad colectiva. Eurasianistas aferrados a la supuesta exclusividad de la historia, sociedad y civilización rusas, estructuradas alrededor de un Estado fuerte y una tradición conservadora. Los primeros imperaron durante la mayor parte del mandato de B. Yeltsin, los segundos han cobrado fuerza con la

era Putin.

Pero Rusia no es únicamente una Europa cosmopolita ni solamente un Asia cerrada sobre su pasado y tradición. Es un país y sociedad vibrantes, que busca insertarse, con sus especificidades e intereses, en el mundo globalizado. El trato dispensado por las cúpulas occidentales que apoyaron el desastre neoliberal —que sumió en la pobreza, inseguridad y vergüenza a millones de rusos— fue un grave error. El no consumar la inclusión de Rusia en las instituciones de seguridad colectiva (en particular la OTAN) fue tan nefasto como no haber sabido ajustarlas a la dinámica post Guerra Fría. Por su parte la “respuesta” de un V. Putin paranoico y agresivo que hace de la confrontación con Occidente (y sus valores) buena parte del leitmotiv de su agenda y política internas es tan nefasto como los traspiés occidentales.

En el ocaso de la década yeltsiniana, Yevgueni Primakov ocupó, por algún tiempo, los puestos de canciller y primer ministro rusos. Lidiando con la crisis financiera de 1998 y la campaña yugoslava, el fogueado y culto diplomático recuperó la agenda exterior rusa a niveles adecuados; apelando al multilateralismo, la cooperación y la integración simétricas con sus vecinos postsoviéticos, asiáticos y europeos. Si Rusia quiere encontrar una senda virtuosa que garantice el interés nacional sin caer en los extremos de la bravuconada y la sumisión, recuperar el legado de Primakov podría ser una dirección interesante.