Relicario de la tortura

Relicario de la tortura
Por:
  • Valeria-Martija

Se llamaba Otto Warmbier y murió hace tres días. El régimen de Kim Jong-un lo había condenado a 15 años de trabajos forzados. Sí, por más difícil que resulte de creer, en Corea de Norte, existen muchos campos de trabajos forzados reconocidos por las leyes internas, administrados con presupuesto público, pero ocultos a la mirada crítica de la comunidad internacional.

Otto Warmbier era estudiante en la Universidad de Virginia; un chaval, como cualquiera que conocemos, que tuvo el infortunio de caer en manos del régimen totalitario de Corea del Norte que hace tiempo ha renunciado a cualquier compromiso que tenga eco de derechos humanos.

El relato de los horrores de los “campos de reeducación” los conocemos por los supervivientes —muy pocos— y los presos que han logrado escapar, apenas algunos. Cifras extraoficiales reportan que hay 200 mil presos cuyo día a día transcurre entre harapos y mendrugos, violaciones masivas, torturas; la jornada de trabajo exige hasta catorce horas por día en minas o en campos de cultivo. Human Right Watch ha reportado, además, que el Presidente vende a los presos como esclavos a China y a Rusia.

Otto Warmbier, permítanme insistir en su nombre, regresó a casa para descansar al lado de sus padres; lastimado, herido, en coma, moribundo.

Más que un acto humanitario se trató de un mensaje, de una evidencia de la indecencia del régimen. Su cuerpo se convirtió en un relicario que guarda los trazos de la tortura: signos de envenenamiento, daño neuronal, desnutrición, por decir lo menos.

La famosa frase de Edmund Burke, escritor y político irlandés, que señala que  para que el mal triunfe, sólo se necesita que los hombres buenos no hagan nada, adquiere sonoridad después de conocer la desgracia de Warmbier.

Guardar silencio frente a este descarado asesinato es normalizar la inmundicia; es decir —sin expresar una palabra— que está bien que se cometan actos tenebrosos en contra de estudiantes. Y no, no es aceptable.

Cuando pienso en el trabajo que hacemos los periodistas, los defensores de derechos humanos o los académicos por señalar los errores, los abusos y las fallas de los gobiernos, veo que estamos defendiendo a la frágil democracia en la que ocurren nuestros días. Y no, nuestro sistema no es perfecto ni idílico. Todavía falta mucho por construir, pero es —no me queda duda— un camino que debemos andar.

La desgracia de la democracia y los derechos humanos es que los avances se cuentan por metros y los retrocesos en kilómetros. Cada fraude electoral, cada desaparición forzada, cada fosa, cada hijo que no regresa a casa, cada manifestación reprimida, nos acerca peligrosamente a las profundidades innavegables de los regímenes totalitarios. Un ambiente en el que nada queda de la libertad.

* Profesora Investigadora de la Universidad Anáhuac.

vlopezvela@gmail.com

Twitter:@ValHumanrighter