Fotoarte Mario Palomera La Razón
Los tambores tocaban a duelo. El cortejo fúnebre marchaba con un ritmo lento y firme por las calles silenciosas de la Praga oscurecida. Por obra de la luz tenebrosa de las antorchas, las sombras de los soldados convertían a la procesión en un espectáculo fantasmal.
Los alemanes honraban así a su muerto y quien los miraba no podía tener alegría o tristeza, pues en ese momento sólo habían sido convocadas la furia o el miedo, las compañías fieles en vida de Reinhard Heydrich —el Reichsprotektor de Bohemia y Moravia, el segundo de Himmler en las SS, el perseguidor de judíos, el favorito de Hitler y posiblemente su delfín—, asesinado por la Resistencia checa.
Pegados en los muros y en los postes, grandes cartelones rojinegros anunciaban:
“Para el arresto de los culpables se ha previsto una recompensa de diez millones de coronas. Cualquiera que de cobijo a esos criminales, les proporcione ayuda o, conociéndolos, no los denuncie, será fusilado con toda su familia”.
Karel Curda sentía en su vientre una sensación extraña e indescriptible, que tiraba hacia lo bajo, porque el miedo posee la intimidad propia mientras la náusea funciona de manera contraria; el asco es externo. El paracaidista, entrenado para misiones difíciles y enviado a Praga como parte de la Operación Antropoide con el propósito de eliminar a Heydrich, apodado la “bestia rubia”, tuvo conciencia del temor que lo embargaba, pues lo más amado por él, su mujer y su hijo pequeño, corrían peligro por su culpa. ¿Qué les importaban a ellos, a sus seres queridos, la guerra o la paz, Hitler o los políticos de Londres, la Resistencia o las represalias, el heroísmo o la muerte?
Si era obligado elegir, ¿a quién le debía entonces su lealtad, a sus seres queridos, o a sus camaradas y a los jefes, quienes aguardaban seguros en Londres? Seguía sintiendo las ráfagas de angustia y miedo recorriendo su espina dorsal, su estómago, sus testículos, parado en una esquina sombría sintió como lo envolvía un aire funesto, ahí en el paredón estarían los tres y todo para nada, un sacrificio sin victoria para satisfacer las ambiciones de otros.
Karel Curda decidió traicionar a sus camaradas y encaminó sus pasos hacia la sede de la Gestapo en Praga donde en la entrada avisó que tenía información clave del asesinato del Reichprotektor. Su delación sería determinante para la muerte de decenas de personas.
Explorar el mal es una de las tareas de la literatura y si ésta no es capaz de hacerlo, de plantear su atmósfera, sus gestos, su fondo, su desdicha, su fuerza terrible, su desgracia, debe evitar su temática.
Con el sello del Premio Goncourt a primera novela, se difunde un libro de Laurent Binet, basado en la trama del asesinato de Reinhard Heidrich, durante la Segunda Guerra Mundial. Su “novedad” es que el autor cuenta cómo escribe su texto, comparando su esfuerzo con los de Oscar Wilde y Flaubert y dedica más de dos terceras partes de la novela a exponer datos acerca del atentado histórico. En este sentido le llamo novela Wikipedia, por lo plano de esto en una de las narraciones más fallidas de que tenga memoria. Pero este libro, celebrado por Mario Vargas Llosa y al cual la prensa europea le llama “Una impresionante hazaña histórica y narrativa” (Luxembourg Wort), habla en realidad de que hay una gran decadencia de los premios y cada vez menos exigencia de los lectores en el ámbito literario. De otro modo no entiendo el prestigio de este bodrio, que en realidad desperdicia una historia fascinante a la que le rindió ya un homenaje de gran arte, una coproducción cinematográfica checo-británica, titulada: Siete hombres al amanecer.
Después de la guerra, Karel Kurda, el traidor, subió al patíbulo para pagar sus crímenes, diciendo al verdugo: “Colgado de la cuerda, mi pene va a hacer el saludo nazi, podrás verlo si te fijas”. Y echó una risotada, amarga y descarada.

