LOVECRAFT RACISTA

Al creador de una nueva mitología —lo cual es decir mucho—Howard Phillips Lovecraft (1890-1937) le gustaba leer acerca de crímenes o de horrores venidos de otros mundos (generalmente textos de discípulos suyos).

Ninguna otra literatura le interesaba. Edgar Allan Poe o Conan Doyle, Arthur Machen o Lord Dunsany, eran autores dignos para él como lo recuerda Michel Houellebecq en su ensayo biográfico. Le llamaban la atención las intrigas policíacas o los relatos de delitos extremos, o en su lugar las fantasías acerca de lo sobrenatural o un mal externo, extraplanetario, encarnado en demonios o monstruos viscosos, terribles, implacables.

Como escritor, la idea de que el Universo es un espacio oculto donde se resguardan y emergen esos horrores innombrables le inspiraba su visión sobre la vida misma. Uno de sus personajes, un alter ego suyo, escribe: “La vida es algo espantoso; y al fondo, detrás de lo que sabemos de ello, aparecen los vislumbres de una verdad demoníaca que nos la vuelve mil veces más espantosa”.

A pesar de sus visiones tenebrosas y de sus ideas retorcidas, Lovecraft hubiera querido ser como Sherlock Holmes, alguien capaz de devolver a la vida el orden y la razón al descifrar los misterios detrás de asesinatos cuyas causas y formas podían ser interpretadas y resueltas mediante un método deductivo, con una lógica rigurosa y compleja capaz de enfrentar y hacer justicia ante la ruptura de las leyes, el caos, el mal escondido.

Decidió convertirse en un gentleman como su admirado detective; era un hombre educado pero misántropo, un aristócrata renacido y pobre, viviendo en una buhardilla como si fuera la habitación de un castillo.

Y aunque la miseria tocó a sus puertas —otro más de los explotados en la historia de la literatura que ciertamente abunda en editores algo infames—, pues vivía de hacer revisiones de estilo mal pagadas —después en Nueva York sería un desempleado echando a perder su matrimonio—, nunca dejó de aplicar en su conducta las reglas de la cortesía más exquisita y superior, algo excéntrico si pensamos en las rutinas cotidianas y vulgares.

Y este hombre tuvo un sueño y como en todo sueño dentro de él la realidad se transfiguró: todo el tiempo y todos los espacios se disolvieron y pudo asomarse al abismo del caos primigenio, y las centellas se hundían ahí y un sol ardía.

Y luego la oscuridad, como un hoyo negro, absorbía y apagaba la luz brillante; en un instante la locura se enciende, pero el peso de la eternidad la engendra. Y con la demencia surgen los monstruos. “Vivimos en un islote de plácida ignorancia en el seno de los oscuros océanos del infinito”.

El poeta mahometano Rub al Khali atravesó en el año 700 el inmenso desierto incandescente después de un retiro de diez años en los cuales vivió como un ermitaño. Al terminar ese lapso se volvió un renegado, un sirviente de sus pesadillas. El Islam habría de repudiarlo.

Y Rub al Khali, deslumbrado por el Sol del desierto también se había asomado al caos oscuro y por ello decidió escribir el más impío de los libros, para exterminar así en él mismo la luz y lanzarlo a través de los tiempos como la obra acabada de los monstruos de su espíritu, su título resuena todavía: El Necronomicón.

Y El Necronomicón acompañó a Lovecraft como una Biblia. Se lo llevó consigo cuando salió de Providense, en Nueva Inglaterra, con sus casas ordenadas y blancas con techos rojos, con robles en sus jardines, para irse a Nueva York, la ciudad inmensa llena de edificios y cloacas, de avenidas tumultuosas o de callejones temibles; ahí, en la gran ciudad, su ánimo de gentleman, amable y distanciado, se uniría a un sentimiento extraño antes en él, un odio tan impetuoso como la maldad antigua de Rub al Khali: el odio racial.

Quizás el paro, la humillación de perder a su esposa por no haber encontrado nunca un empleo, ni el más humilde en la editorial más humilde, contribuyó a ello. Ni siquiera Hitler aulló como él. Hablaba de “italo-semitas-mongoloides” rodeándolo; de “negros horribles parecidos a enormes chimpancés”, de “mulatos grasientos y burlones”, de “judíos con caras de ratas” —su esposa Sonia Graft era judía y una mujer muy hermosa—; se refirió a los inmigrantes, después de visitar un barrio poblado por ellos, de esta manera: “Las cosas orgánicas que rondaban por esa espantosa cloaca no podrían calificarse de humanas, ni siquiera torturándose la imaginación. Eran monstruosos, nebulosos bosquejos de pitecántropo, toscamente modelados en alguna arcilla hedionda y viscosa producto de la corrupción de la Tierra”.

En la buhardilla sobre la mesa donde trabajaba en los últimos tiempos de su existencia estaban en orden las cartas en las cuales desahogaba su odio racial al mismo tiempo que reivindicaba su “arianismo”; y también bien dispuestos se encontraban sus manuscritos en los cuales confiaba con una poesía radical sus peores pesadillas creando con ellas una mitología nueva, como ninguno otro escritor en el siglo XX logró hacer. Y en un buró junto a su cama, le aguardaba El Necronomicón.

Y soñaba en el caos primigenio. Y al despertar se asomaba por la alta ventana del cuarto y gritaba: “¡Hey! ¡Cómo están allá adentro!”.

Sus obras

La tumba, 1917 Dagon, 1917 En la cripta, 1925 El Necronomicón, 1927 El horror de Dunwich, 1927 El que susurra en la oscuridad, 1930 En la noche de los tiempos, 1934

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