Claretta era bella. Su historia de amor fue trágica. Como el suyo se trató de un amor incondicional, obsesionado y ciego, su figura pertenece a todos los amantes y su memoria debe inscribirse en el libro divino de las locuras.
Era la enamorada de Benito Mussolini, el dictador de Italia. Y lo peor para ella fue la derrota del Duce, a la que fue arrastrada Italia y ella, las dos grandes pasiones del romañolo.
En 1950 fue descubierto su diario enterrado en el jardín de la mansión de la condesa Rina Cervis en Gardone, Brescia. La propia Claretta se lo entregó el 18 de abril de 1945, antes de seguir la fuga hacia su destino, es decir, acompañar al Duce hasta la muerte diez días después.
El gobierno italiano confiscaría todos los cuadernos profusamente escritos y los cuales abarcan de 1932 a 1945. E impuso una severa censura. Apenas se ha permitido la publicación del diario —pero sólo hasta 1938—, gracias a la perseverancia de Ferdinando Petacci, sobrino de la autora, quien no duda en afirmar que su tía era una espía británica lo cual le daría un interés especial a su historia y a los cuadernos concernientes al periodo de la guerra, embargados aún por las autoridades.
El diario de Claretta es la descripción de un amor y también el retrato íntimo de un personaje histórico, quien todavía ahora tiene en Italia partidarios y nostálgicos. En los pueblos, sin duda, a veces hay quienes se enamoran de sus tragedias.
Pascal decía que la ambición y el amor son las dos pasiones fundamentales entre las que oscila la perdición y la felicidad del hombre. La locura del Duce era su ambición, la de Claretta, su amor.
Se conocieron en una carretera cuando Mussolini se había desprendido de sus guardias al frente de su Masserati y un carro se le emparejó con una muchacha a bordo que, entusiasta, lo saludaba a gritos. El Duce se detuvo y ella también, una admiradora más ante el ídolo. Así se iniciaría una historia de amor y muerte.
Mussolini amaba el placer de las mujeres. Como revolucionario y dictador las tuvo a pasto. Era un seductor implacable. Pero pocas mujeres tuvieron verdadera importancia en su vida: una amiga de Lenin, Angelina Balabnova, quien lo guiaría en sus lecturas subversivas; Margarita Sarfatti, una judía muy rica, la cual contribuiría a refinar al tosco hijo de un herrero; Raquel Guidi, su esposa, fiel y discreta, su contacto permanente con lo popular; y Claretta, su confidente apasionada.
Al final de la guerra, en Milán, Mussolini se entera que los alemanes han negociado por su cuenta con la Resistencia traicionando a los fascistas republicanos. Son días llenos de confusión, desesperados, tumultuosos. Con un grupo de los suyos emprende el camino hacia un reducto de las montañas. Una noche, a la espera de las brigadas negras comandadas por el poeta Alessandro Pavolini, todo se decide bajo la lluvia primaveral.
Pavolini llega con 12 hombres. Cae la lluvia y el dictador, melancólico, sabe que está solo. Con su columna emprende la huida a Suiza, donde de joven había sido albañil. Con ellos va, perfumada, elegante, Claretta Petacci.
Todo es vertiginoso al final. A Mussolini lo descubren en un carro alemán, cubierto con un capote intentando pasar a Suiza. Lo toman prisionero los partisanos. Horas después se presenta Claretta, ruega y llora, pide que le permitan acompañarlo. Los partisanos ceden, quizás sobornados por sus joyas. Están juntos sus últimos dos días. “¿Es lo que querías, Benito?”. Él calla.
Cuando llega el coronel Valerio, un comunista con órdenes precisas de fusilar a Mussolini, apura a los amantes diciendo que viene a ponerlos a salvo, en tanto él ironiza: “Te daré un imperio”. Los llevan a las puertas de una finca. Ella lo abraza, lo protege. Él dice que le disparen al pecho. Los matan a ambos. La muerte de Claretta, cuya culpa era amar locamente a Mussolini, fue lamentada por Churchill (¿una señal de que, en efecto, era espía británica?). Después vino lo peor. Los cadáveres fueron llevados en venganza a la Plaza Loreto en Milán y colgados de los pies para ludibrio de la turba.
En las imágenes de esa escena terrible resalta de manera evidente que mientras el rostro de Mussolini parece tener una mueca de desesperación, el de ella es siempre dulce como un ángel.
Su obra
Los diarios de Claretta Petacci (1932-1938), 2010
