Foto Cortesía Miguel Ángel Muñoz
Poeta, ¿qué haces en las ruinas
de la catedral de San Juan,
en este cálido día de primavera?
Czeslaw Milosz
“Huir de la repetición es privilegio del arte —decía Paul Cezánne—, mientras que cada artista encuentra su camino»”. La obra de Blanca Rivera (Aguascalientes, México, 1960) parece cambiar constantemente. En los años noventa, cuando se dio a conocer, lo hizo con una serie de litografías, pobladas por figuras en cierto sentido surrealistas, muy arraigadas a una cierta tradición africana. En la década de 2000 a 2010, un proceso de semiabstracción de esas primeras imágenes las corvirtió mediante gestos en ojos, espirales y figuras que llevó hasta sus límites estéticos, gráficos y pictóricos. Las formas tensas y retorcidas, convulsas siempre, expresan movimiento contradictorio, sin buscarlo, pero que siempre llega. Conjunción poética y plástica. El dinamismo de los movimientos de su trazo y su concepto desaparecen para favorecer unos nuevos espacios densos y flotantes. Su proyecto artístico se constituye como una de las serias y originales del mundo de la gráfica en México.
Rivera parte de su experiencia como espectadora y creadora de arte para despertar nuestra conciencia de percepción y sumergirnos en el interior de sus trabajos. La pintura, la poesía, la literatura permiten que incorporemos a nuestra experiencia la intimidad que la artista ha construido y formalizado en su obra. Un mundo poético e inédito que son la prefiguración de un lenguaje.
La obra de Rivera es: lo ilimitado contradice todos los límites; es decir, nunca culmina, siempre está en una evolución sin regreso. En algunas de sus obras como El vaivén de la vida, Son juegos, El viento va y viene, Rivera continúa su línea de reflexión sobre el contexto surafricano del cuerpo y, mediante el uso de un imaginario poético y surrealista, expone una narración no exactamente lineal que surge a partir de una historia real, pero al mismo tiempo, muy personal, que la artista va cambiando constantemente; la influencia de William Kentridge es clave, no como seguimiento sino como aprendizaje. Un regreso a lo desconocido. Son interesantes los esqueletos, las vísceras, los vegetales, piedras… Es un signo de un arte en cambio constante. Espacio sin nombre, sin cuerpo definido.
Blanca Rivera, como Kentridge, Miquel Barceló, Terry Winters, Per Kirkeby construyen un singular mapa personal donde se confunden los ecos de Altamira y el río Niger. En una imagen inmensa y simultánea rescata todas sus iconografías personales, ésas que llevadas a este excepcional entorno descubren también su sentido más universal y acaso la persistente sencillez de las mismas viejas ideas.
El color que impregna cada una de sus piezas, se convierte en poderosa perturbación. Alejada del garabato y la geometría, su línea es tiempo detenido, enigma lleno de emblemas. Blanca Rivera quiebra esas formas sobre las que aplicará generosamente el color, trabaja con sus manos y su memoria, desgrana la iconografía que enmarcará, por ejemplo, su litografía Ruta del alma.
La riqueza cromática de sus amarillos, grises, ocres o azules, las calaveras, las piedras y las lenguas de tierra fangosa deslizándose más allá del límite del rectángulo, Rivera hereda una tradición que ha hecho de la memoria su memoria y de su tiempo el protagonista, la tradición de Rembrandt y de Degas, la de Joan Miró hasta Rufino Tamayo y José Luis Cuevas. Como afirmaba Kurt Badt acerca del conjunto total de la obra maravillosa de Paul Cézanne, que en cada época creativa de Blanca Rivera, su espíritu llega a expresarse de la forma más pura.
El catálogo de la exposición de la artista Blanca Rivera. se caracteriza por formas opuestas, ya que están llenas de tensión y trazos retorcidos.