Ilustración Francisco Lagos La Razón
—Doctor, estoy sufriendo. Estoy enfermo. Durmiendo mucho. Sueño la vida. Ya hasta en sueños estoy buscando la cura.
—Es grave —le dije.
—Sí, pero aquí me pueden ayudar ¿no? Afuera decía Clínica del Sueño.
—Así es.
—Y ya estoy desesperado, doctor. Creo que esta narcolepsia detonó hace dos años. El día que maté a un hombre de la manera más ruin. Era taxista. Le pegué un tiro y le robé la cuenta. Sobre el tablero del auto una cámara grabó el crimen. El video está filmado con vista nocturna, por eso nuestras siluetas son de un verde encendido y humeante al momento del asesinato. ¿Ha visto videos de YouTube? Ahí lo puede encontrar, pero tenga discreción porque es terrible. Rastréelo acabando la sesión, y después no me tenga miedo —me pidió.
—De acuerdo —le dije y escribí en mi cuaderno de notas: “La gente está subiendo sueños a YouTube”. Traté de recordar si en las políticas de uso de esa página de videos había leído alguna advertencia al respecto. No.
—Doctor, intentando encontrar la manera de expiar aquella culpa de pronto me encontré cansado. Y un buen día me descubrí tirado en el piso. Desperté porque un camión pasó a mi lado y casi me aplasta la cabeza. ¿Quiere saber algo? Cuando cometí el homicidio no recuerdo haber sentido remordimiento alguno, acaso después tuve miedo de verme a mí mismo sin capacidad de sentir.
—Un momento, por favor. Permítame avisarle que todo lo que me está diciendo se está grabando en la cámara de allá. ¿La ve? En la esquina. Es un procedimiento normal de la clínica para hacer análisis posteriores sobre métodos de diagnóstico. Ahora le explico sobre el otro asunto: efectivamente, parece que tiene narcolepsia, una enfermedad incurable.
—Sí, doctor, pero insisto: estoy sufriendo. Ya ni el sueño vence mi impaciencia, más bien la alimenta. Ahí está todo el tiempo. Le digo que busco la cura en sueños.
—Le recomiendo que deje de hacerlo. Porque mientras más busca, va usted descendiendo a más profundas escalas en el mundo del sueño, perdón, en el ciclo del sueño.
—¡Eso temía! Así es. Yo ya me quedo dormido en los sueños. Eso es lo que me pasa.
—Tenga cuidado. ¿Sabe qué puede ocurrir? Que puede entrar a subsiguientes etapas en donde se despliegan entornos de apariencias, dicho esto último entre comillas. Ahí sobrevivir depende de su capacidad de adaptación: de hacerse de bienes corpóreos y etéreos, de desarrollar habilidades al mismo tiempo de servidumbre y de patronazgo para aprender a dirigir y a ser dirigido, de acrecentar el don de la palabra como mecanismo de convencimiento y disuasión. Son ambientes, por denominarlos de alguna manera, en los que hay que poseer la habilidad de generar problemas, para después proponer soluciones válidas y comprobables y ejecutarlas, como una forma de demostrar su eficacia, su aptitud. Si este mundo ya es de apariencias, imagine otros aún más complejos y sofisticados. Si usted no es apto, ni suficientemente inteligente, no podrá percibir pequeños detalles, y éstos lo pueden engañar y provocarle un sufrimiento aún mayor, porque en esos tiempos y espacios amorfos se retan los valores establecidos y se pone a prueba la moralidad comúnmente aceptada en lo que podríamos llamar el mundo de los despiertos. Lo pueden desfalcar, por ejemplo.
Le sigo explicando: En esos terrenos, digo esto último entre comillas, para que no me malentienda, debe tener muchas relaciones, y éstas deben ser funcionales, con semejantes a usted, porque existe el riesgo de que así como se encuentra, sin cumplir con los requerimientos mínimos, sea visto en principio como inadaptado, y después como un loco, y de que lo manden a un confinamiento temporal o permanente, o lo sujeten a tratamientos que lo mantendrán en un estado permanente de, cómo se lo podría describir, sí, de sopor. Mejor piénselo, busque en su interior una razón para despertar. Imagine que de pronto sea muy probable que todo lo que ve ahora sea un sueño. En algún momento no sabrá ni siquiera en qué etapa está. Despierte. En el mundo de los despiertos puede votar, por ejemplo.
Y sí, quizá me podría argumentar que este otro mundo es enigmático, que se invoca constantemente al verbalizar los anhelos: yo soñé qué se acababan..., yo soñaba que se abrían…, sueño con un mundo que sea… Si, pero quizá todo sea falso.
Qué importa si mató, al menos sabe que su destino probable es la prisión y que pasado cierto tiempo puede recuperar la libertad. Sabrá con certeza que el tiempo pasa, si es ateo, por obra del propio tiempo concebido como una variable de la física, o si es usted creyente, por la existencia de un ser superior que nos gobierna, pero felizmente asimilará que transcurre. El determinismo es un bálsamo ante la incertidumbre. Pero acá no existe. Le digo que aquí no puede usted votar. O sí, pero en realidad no.
Si acaso le recomendaría, antes de despertar, que recordara, como buen fanático de YouTube, el video de una mujer desnuda brincando en tumbling. Póngase a brincar con ella un rato y luego...
—¡Despierte!
Así terminé la sesión con el “asesino de taxistas” y me fui a casa. Le conté a mi mujer que el problema tangencial con el tipo, con la gente, con nosotros, es que todos andamos subiendo sueños a YouTube. El caso de este matón lo conozco perfecto, lo he visto muchísimas veces, sentido su revólver en busca de un punto en mi cabeza mientras veo el dinero de la cuenta atesorado en una caja frente a mí. Lo último que percibo después de un estruendo ensordecedor es mi cabeza vaciándose de toda sensación y emoción. Un río caudaloso verde humeante, por la cámara nocturna, se desborda por el parietal, fracturado, antes de que mi cabeza, como un globo sin presión, desmaye para siempre mientras el tipo me roba. En fin.
Le entregué el video de la sesión a mi esposa y le pedí que lo editara, lo recreara y lo subiera a nuestro canal de YouTube. Sí, todos estamos en el mismo barco. A ver si aparece otro cliente, otro supuesto enfermo de narcolepsia.
—Resolví que la desesperación del tipo aquel lo tenía en un estado alterado y no admitiría fácilmente mis advertencias sobre la necesidad de despertar.
—¿Y si vuelve mañana, qué vas a hacer?
—Le diré la verdad, que es un fantoche, un soñador barato, un tipo que se duerme por flojera o por depresión o por alguna culpa subconsciente que yo no le ayudaré a descubrir. Que es un amateur. Y que aquí simple y sencillamente no puede serlo. Que aquí, en este maldito mundo, sólo puede haber narcolépticos profesionales.
—¿Y si aún así no entiende?
—Entonces empezaré la terapia por síndrome de déficit onírico. Le diré que en la clínica Pavic encontró la ayuda con la que tanto (y diría esto último entre comillas): soñaba.