El hombre bala en su cañón

Todo nos intimida en los hospitales. Rompen con nuestra rutina, no tenemos familiaridad alguna con los procedimientos, nos sentimos desconfiados de lo que está por venir. Es la antesala de lo desconocido. El empleado comenzó a llenar la ficha. Nombre, edad, escolaridad.

—¿Ignácio de Loyola?

Qué bien. Me reconocieron, eso facilita las cosas.

—¿No hay un santo con ese nombre?

¡Ah, el santo! No me conocía, me tragué mi vanidad.

—Sí, hay uno. Mi nombre es en honor a él.

—¿Una promesa de su madre?

—No, nací el día del santo. Así se acostumbra en mi casa.

—¿Era un buen santo?

—Era un desorden, después de convertirse se volvió un hombre disciplinado.

—Yo soy espiritualista, ¿sabe?

—Ah...

—Su altura.

¿Y ahora? Nunca he sabido mi altura. A los 19 años, en Tiro de Guerra, me dijeron que medía 1.70 m. ¿Harían diferencia algunos centímetros de más o de menos?

—Un metro setenta.

Me miró con ironía hacia lo alto, debió pensar que no mido 1.70.

—¿Peso?

Eso sí lo sabía. La noche anterior había pasado con Márcia por la farmacia y ella descubrió una báscula, nunca se había subido a una. Aproveché.

—76 kilos.

Hacía tiempo que ya no me quedaban varios pantalones, la barriga crecía. Y pensar que fui delgadísimo.

—¿Está en ayuno hace más de tres horas?

—Sí.

—¿Sufre claustrofobia?

—Creo que no. Al menos nunca la he sentido.

—¿Tiene problema con los ambientes cerrados, estrechos? ¿Con los elevadores?

Fue cuando desconfié. Miré hacia atrás. Allí estaba el equipo de resonancia, semejante a un cañón inofensivo. ¿Qué pregunta era ésa? Me condujeron a una sala, me dieron una piyama gris de tejido grueso, me puse unas pantuflas de ésas que dan en los vuelos internacionales para caminar por la noche. Esperé, consciente de mi ridículo aspecto. Me sentía un barrendero.

Entonces me di cuenta de que estaba de mejor humor, en otros tiempos me habría sentido un condenado en el corredor de la muerte. Me pidieron que me quitara todo lo que fuera metálico, llaves, pluma, reloj, las tarjetas de crédito. Escuchaba extraños ruidos, la recepcionista me alertó:

—¡No se asuste!

¿Por qué habría de asustarme? La rnm, resonancia nuclear magnética, es un examen en el que dentro de un cilindro se produce un fuerte campo magnético que hace que los átomos de hidrógeno del cuerpo liberen ondas de radiofrecuencia, mismas que la computadora transforma en imágenes. De este modo se obtiene una radiografía del interior de mi cerebro. Pasaron veinte minutos, una enfermera me acompañó hasta el aparato, me acostó en una camilla de metal cubierta por una sábana impecable, fragante, me puso tapones en los oídos, me tapó el rostro con una rejilla, me sentí en una jaulita. Ahora sé cómo se sienten los pájaros. Recordé la película La máscara de hierro, basada en la obra de Alexandre Dumas, con Louis Hayward. A Dumas le obsesionaban las prisiones y las situaciones en las que el hombre está solo. Una prisión determinó toda la vida de El conde de Monte Cristo.

¿Estar pensando en literatura y personajes mientras me metían a un tubo, como si fuera el hombre bala del circo? La enfermera sostuvo mi cabeza. “No se mueva, no mueva la cabeza.” En cuanto sujetó mi cabeza, llegó la inquietud.

—Si se siente mal, apriete tres veces este botón.

Me dieron un interruptor y la camilla entró por el tubo estrecho. ¿Por qué el interruptor? ¿Para qué tanta precaución? ¿Qué clase de examen es éste? Adentro una luz gris, neutra. Todo estrecho, las paredes muy próximas me envolvían como un caparazón. Un ventilador ronroneaba suavemente.

Sensación de paz. Escuché que cerraban el extremo del tubo, a mis pies. Fue suficiente para despertar en mí algo que nunca había sentido. Me volví un prisionero. No podía moverme, me aferré al interruptor, con miedo de soltarlo. Mi único contacto con el mundo exterior, mi grito de auxilio. La preocupación me dominó. ¡Qué tontería! Sólo voy a estar unos minutos aquí, sólo eso. El tubo cerrado, yo solo. Los operadores fuera de la sala, al otro lado de una pared de vidrio. Y yo en un tubito de metal, como si fuera un puro Havana.

¿Y si después de mi muerte despierto en el ataúd? ¿Cuántos casos hay de esqueletos retorcidos que se encuentran años después, al abrirse las tumbas? Cuántas historias de terror. ¿Y los antiguos guerreros metidos en armaduras, intentando defender su vida? ¿Y la tortuga que queda tirada de espaldas, sin saber cómo dar vuelta? ¿De qué manera Houdini, el legendario mago, conseguía escapar de las cadenas y los baúles? ¿Cómo no sentía claustrofobia en un baúl sellado en el fondo del mar? ¿Cómo se sienten los astronautas encerrados en esas cabinas minúsculas, sabiendo que girarán entre las galaxias durante semanas? ¿Y los presos en los solitarios? Steve McQueen en Papillon, seis meses en solitario. Y no enloqueció. Burt Lancaster en Alcatraz. Hay gente fuerte en el mundo, ¿por qué no soy así? Empecé a sudar frío y comprendí las preguntas del encargado. ¿Y si el interruptor no funciona, se descompone justo en este momento? ¿Y si se interrumpe la energía, cómo me van a sacar de aquí?

Hasta ese entonces, nunca había estado en una situación claustrofóbica. Pero ahora notaba que tal vez existía algún recuerdo inconsciente porque en la Araraquara de los años cuarenta nunca me metí, como otros niños, a los tubos que la delegación dejaba amontonados en la calle al instalar la red hidráulica. Allí jugábamos. Todo mundo se escondía en ellos. Hasta que un día un niño se quedó atorado, ni para atrás ni para adelante. Sólo se podía liberar si se reventaba el caño. No encontraron al vigilante con las herramientas, tuvieron que esperar. Al día siguiente, el niño estaba en estado de shock, se quedó tonto. Quizás ya estaba así y la gente no se daba cuenta. También dijeron que quedó bobo porque atravesó el cantero ovalado del centro del jardín; era una superstición. ¿Seguirá vivo el bobito?

Yo allí, solo, metido en el tubo, sin moverme. Este es un mundo nuevo, una experiencia que debo conocer. Otra más. Semanas atrás habíamos hablado, Márcia y yo fastidiados

—ella percibe mejor las situaciones, las mujeres son buenas para eso, son intuitivas— sobre la vida demasiado tranquila, plana, ajena, todo en su lugar.

Sabíamos cómo era el hoy, cómo sería probablemente el mañana. Nada nos estremecía, demasiada rutina, una tranquilidad peligrosa, sin grandes sustos, emociones. No podíamos prever que, en unos días, todo estaría patas arriba, con sustos, temblores, miedos.

Mientras tanto, era el tubo gris, la luz esterilizada, la espera. De repente, metido en ese ataúd high-tech, me dio taquicardia, comencé a sudar. El recelo creció y se volvió miedo, el miedo pavor, el pavor terror. Intenté poner a funcionar la imaginación, despertar mis delirios, arriesgué fantasías eróticas, de Sharon Stone salté a Françoise Arnoul, una actriz francesa de los años cuarenta-cincuenta, fue su seno el primero que vi en el cine. ¿Dónde estará Françoise? Las imágenes huían, traté de coordinar ideas, buscando alguna que pudiera funcionar como cuento. Quería recordar cosas graciosas, buenas, que me animaran, pensé en la sonrisa luminosa de Márcia. En recuerdos de infancia y juventud. ¿Por qué, a esta edad, los recuerdos remotos surgen con facilidad? Pensé en trozos de películas y me sentí participando en 8 ½ de Fellini, una de mis favoritas, con sus diversos planos narrativos. ¿Por qué no poner una pequeña pantalla dentro del aparato para que podamos ver una película y distraernos? Uno llegaría, llenaría su ficha, recibiría un catálogo, escogería lo que quisiera ver y se metería a la máquina.

Comenzaron los ruidos. Como alguien agitando pedruscos dentro de una lata. O una perforadora, de ésas que manejan los trabajadores en las calles para agujerar el asfalto. Los tapones me protegían. La vibración me atravesaba la carne, tomaba mi cuerpo, resonaba en los huesos y los músculos del rostro, penetraba la cabeza, movía mis párpados. “Es la hora, apriete el interruptor, huya, debe haber otro tipo de estudio que dé el mismo resultado, ¿por qué soportar una cosa así? No tengo nada, son tonterías, para qué fui al médico, ¿dónde me metí? ¡Cada cosa! ¿Me habré vuelto hipocondríaco? ¡Es demasiado!” Luchando contra mí mismo, no apretaba el interruptor. ¿Soy un hombre o un sapo? Vencía el sapo. ¿Qué quiero probar? No tengo que probar nada, nadie sabe que estoy aquí, voy a fugarme. Reculaba: “Estate quieto, necesitas experiencias diferentes”. Diferentes a ésta. Cerraba los ojos, no avanzaba, estaba consciente de que estaba preso. No me libraba del capullo metálico.

Entonces la insistente perforadora hizo que todo se disolviera, el ruido constante me relajó. ¿Los ruidos rítmicos, aunque desagradables, pueden conducirnos a un estado alfa? ¿Desplazarnos a una región donde flotamos desligados del mundo? Tal vez por eso los perforadores de calles soportan la vibración infernal, sin tapones, sin protección. El ruido deja de escucharse, produce enajenamiento, separación. Edité durante tanto tiempo la revista Planeta en la década de los setenta, que debía haber profundizado en esos asuntos: separación, abandonar el cuerpo, sensaciones extracorpóreas, zen, paz interior, budismo. Cristina Lombardi, prima de mi mujer, suele dormirse durante las resonancias.

Me fui relajando. De vez en cuando el ruido desaparecía, surgían crujidos secos, como los de la marcha de un automóvil cuando se oxidan las velocidades, sentía que había ajustes de posición. Cuando la claustrofobia amenazaba con instalarse otra vez, el ruido volvía, me liberaba. ¿Media hora, diez minutos? No importaba el tiempo, tan solo la comodidad. Abandoné mi cuerpo, subí, viajé tranquilo, sobrevolé el Hospital das Clínicas, pasé por las nubes, vi la ciudad desde lo alto, las calles congestionadas. Libre, sin miedo, en paz. Atravesé una gran capa gris de contaminación que cubre la ciudad, una frontera especial, un manto permanente, y no sentí ese olor metálico al que estamos acostumbrados y que deja los ojos rojos, la nariz cerrada, la garganta irritada. Yo no pertenecía a este mundo, no me tocaba. Pensé en los problemas del día a día, sin preocupaciones. Plazos de cierre de la revista, inestabilidad profesional, inseguridad económica, financiamiento de mi casa, mareos, pagos atrasados, llamadas telefónicas que olvidé hacer, nada me afectaba. Volaba. Cerraba un ojo y este ojo comenzaba a ver, mientras que el otro, abierto, estaba ciego.

Sentí que estaba en un sueño que no era el mío. Había invadido el sueño de los demás, adquirido la capacidad de circular por los sueños ajenos. Por un defecto en la mecánica, se abrían brechas entre los sueños de una persona y los de otra y por esas brechas se podía entrar. Yo era el único con este poder. Soñaba y el sueño me colocaba dentro de un cuento que publiqué años atrás en la revista Ícaro. Estaba en el sueño de un chino, intentando descifrar lo que me decía, y aparecían ideogramas como leyendas a sus pies.

El aparato quedó en silencio, abandoné el sueño, escuché el clic, abrieron el tubo, me liberaron, sentí alivio. El último gran momento de serenidad en un periodo de treinta días. De haber sabido, habría permanecido en el aparato, saltando de sueño en sueño hasta el infinito. Hasta el momento en que, en algún sueño, el durmiente se despertara y yo desapareciera, no me encontrarían. Perderse eternamente por los sueños, sin posibilidad de regreso. ¿Sería esto la muerte?

Las placas serían analizadas por especialistas, los resultados estarían listos en una semana.

Diez días después, despreocupado y curioso, pasé al hospital, a recoger las placas.

Llegué a Vogue y le llamé a Ophir, mi médico:

—Tengo la resonancia.

—Léeme el informe.

Miré las dos enormes placas, de 35 x 43 centímetros, parecidas a un contacto en negativo. En cada una de ellas, quince imágenes del interior de mi cerebro. Las contemplé a la luz de la ventana, eran lindas, parecían pequeños ríos o el fondo del mar en las películas de Disney. Las arterias parecían anguilas entrelazadas. Esos exámenes deberían ser a color.

Ambiente de veinte mil leguas submarinas.

Examen número S 4895. Edad 59 años 8 meses y 11 días. Peso 72 kg. Altura 1.68 cm. Superficie corporal: 1.81 m2. (La asistente no había creído en mi 1.70 de altura. Pero me encantó saber mi superficie corporal.) Arterias carótidas internas, cerebrales anteriores y cerebral media izquierda de calibre y trayecto conservados. Pequeña imagen de dilatación de cerca de tres milímetros de diámetro sacular, junto al segmento
M1 de la arteria cerebral media directa. Arterias tortuosas, siendo la izquierda la dominante. Arteria basilar tortuosa. Arterias cerebrales posteriores de calibre y trayecto normales. Conclusión: Imagen sugestiva de aneurisma del segmento M1 de la arteria cerebral media directa. Según criterio clínico es conveniente una correlación con una arteriografía digital. Claudio Campi de Castro.

Me impresionó el lenguaje científico. Arterias tortuosas. ¿Qué significaba eso? ¿Los mareos vendrían de ahí? ¿Cuál es la gravedad de tener arterias torcidas? ¿Las consecuencias? ¿Algún tratamiento para corregirlas? ¿Y el detalle amenazador? Imagen sugestiva de aneurisma con tres milímetros de diámetro. ¿Será que quiere decir que tengo un aneurisma? ¿Yo? Debe haber algún engaño en la imagen.

—Ophir, ¿quiere decir aneurisma tal cual? ¿De los que sangran y matan?

—Vuelve a leerlo.

Lo leí, lentamente en la frase del aneurisma. Ophir mostró cautela.

—¡Calma! Tenemos que consultar a un especialista. Puede ser un doblez en una arteria, la imagen se asemeja a un aneurisma. Pero si fuera un aneurisma de tres milímetros, no pasa nada.

—¿Cómo no pasa nada? ¿Aneurisma?

—Son más comunes de lo que te imaginas. Cinco por ciento de la población los tiene y nunca se manifiestan.

—¿Y si el mío se manifiesta?

—Lo mejor es que me traigas el examen. ¡Hoy mismo! Voy a revisarlo, a consultar algunos neurólogos de aquí del Einstein, después hablamos.

Yo me bloqueaba, él disimulaba. No me sentí inquieto en ese momento. Me aferré al diámetro de tres milímetros. Seguro que era de tres. ¿Por qué habría de ser mayor? Aneurisma. La definición del diccionario de Aurélio Buarque, la más sencilla, dice: Dilatación circunscrita de una arteria. Los médicos hablan de dilatación sacular en la pared de una arteria cerebral. Una pared de la arteria se adelgaza, formando una pequeña burbuja, donde se acumula la sangre. Esa burbuja puede romperse a causa de una presión alta, de una gran tensión o simplemente por su fragilidad. Al romperse, viene el sangrado, la sangre invade el cerebro. Es ochenta por ciento mortal cuando estalla. O provoca secuelas graves, que van desde la parálisis hasta la pérdida del raciocinio, mudez, ceguera.

Yo era la última persona en el mundo que tendría un aneurisma. Siempre fue lo que más temí. Lo que me aterrorizaba.

Desde la muerte de Cecilda Becker. Se desmayó en el palco durante la representación de Esperando a Godot, de Beckett, en 1969. La más grande actriz de Brasil. Murió días después. Tenía apenas 48 años. El aneurisma no se manifiesta, no presenta síntomas. Es una serpiente, da el salto, rápido y silencioso. Explota de pronto. Al terminar el día, Márcia fue a recogerme (no manejo), fuimos al hospital. Ophir puso las placas en el cuadro de luz. No quiso opinar, “no es mi especialidad, debemos investigar”. Le llamamos al neurólogo Getúlio Rabello. Estaba de viaje, llegaría el fin de semana.

Ese sábado, Márcia y yo fuimos a la casa de playa de Ophir, en Iporanga, cerca de Guarujá. La preocupación comenzaba a invadirme. Trataba de no pensar en el asunto. Sin embargo, nada era normal, no disfrutaba el mar, el silencio, no ponía atención a las conversaciones. Ophir, frente a una cerveza, aseguró que si el aneurisma fuera mayor, debía ser operado. “Existe una posibilidad de que sea de tres milímetros, pero la placa muestra el interior de la arteria. Lo que vimos en ella era sangre, los tres milímetros son internos. Por eso tenemos que llegar hasta el final.”

Quizá no fuera aneurisma. Ophir lanzaba al aire una frágil esperanza. “Puede ser el doblez de una arteria”, afirmó el analista de la resonancia, por teléfono.

De pronto, tres milímetros representaban en mi vida un terreno extenso, me sumergí en él, me quedé quietecito, tranquilo. Cuando queremos, inventamos un mundo para protegernos, por más falso que sea. Tenemos la increíble y maravillosa capacidad de defendernos, caminando fuera de la realidad.

¿Quién quiere la realidad de tiempo completo? La realidad es insoportable y no somos héroes, apenas somos humanos y débiles. En esos momentos la vida se muestra en todo su misterio y fragilidad. Y afirma que no tenemos control sobre ella, por más que queramos. Ella tiene sus propios caminos escondidos, atajos, rincones, cuya existencia tiene un solo sentido: reducirnos a la humildad.

Los aneurismas y las injusticias. De repente, me llegaban noticias y noticias respecto a ellos. ¿Abrimos más los ojos? ¿Comencé a interesarme porque el asunto me involucraba? En el fondo, todo es así en la vida, somos indiferentes hasta el momento en que las cosas interfieren en nuestra existencia, perturban nuestra vida cotidiana. Como en el caso de Jonathan Larson, el joven autor de Rent, el mayor éxito musical de Broadway en 1995. Larson luchó de 1989 a 1995 para ponerla en escena. Vivía miserablemente en un loft neoyorquino, padecía del estómago y no podía comer. Murió de un aneurisma, poco antes del estreno. Las primeras nueve semanas, Rent recaudó nueve millones de dólares en taquilla, se volvió obra de culto.

Tres milímetros. Cuánta fuerza tenían esos miserables milímetros, una mierda en la escala métrica. Y cómo perdí tiempo aferrándome a ellos, en vez de preparar mi cabeza, pensando en todo momento: ¡Hay que enfrentarlo!

Tratando de habituarme a la idea, de acostumbrar mi cabeza. Debía haber escrito en las paredes de la casa, con letras grandes:

Tengo un aneurisma

que puede ser mortal

¡o catastrófico!

¡Enfrentar la cirugía!

Es fácil evaluar situaciones cuando ya pasaron. Todo se agitaba velozmente, no había tiempo para raciocinios claros, cabeza fría. Nada concreto. La diferencia entre nosotros, los hombres comunes, y los grandes hombres está en la capacidad para analizar fríamente lo real, encarar la situación, cualquiera que ésta sea, individual o colectiva, y pasar a la acción, resolver los problemas y decidir pronto. Nos demoramos, nos negamos, huimos. A veces pienso también que ésta es una característica de gente de clase media, pues he visto muchas personas simples, maltratadas por la vida, superar situaciones devastadoras sin dejarse destruir. Cuántas veces en los noticiarios televisivos vemos personas con sus casas arrasadas por inundaciones o deslaves, viendo hacia la cámara diciendo: ¡Vamos a volver a empezar! ¿Cuántas veces vuelven a empezar? ¿Cuán-

tas veces les quita todo la vida y siguen de pie? ¿De dónde sacan fuerza, de dónde les llega esa esperanza inagotable? ¿Están de tal modo destruidas que no hay más agujeros debajo de ellas? La muerte, por ejemplo, no anula ningún privilegio, poseen tan poco, casi nada. Y sin embargo saben vivir, disfrutan alegrías y placeres. Alegrías y placeres que consideramos pequeños porque nos dañaron, nos arruinaron por fraude en materia de valores.

El primer encuentro con el neurólogo Getúlio Rabello en la Beneficencia Portuguesa fue a las 20 horas de un viernes. ¿Qué paciente en el mundo ha visto que su cita comience justamente a la hora marcada? ¡Eso no es brasileño, no! En Alemania, donde son tan celosos de la puntualidad, vi personas
refunfuñando en los consultorios, mirando rabiosamente el reloj.

¿Quién se resiste a declarar un rosario de aflicciones una vez que el médico está tan dispuesto, tan solícito? La consulta era a las cinco y media de la tarde, pero algunos pacientes anteriores se fueron atrasando, me quedé sentado en la sala vacía. La enfermera terminó su turno y se fue, era fin de semana. Llegaron una vieja humilde y su hijo, querían informes, ella necesitaba sustituir su marcapasos y había recibido una llamada telefónica del hospital, nadie lograba descubrir de qué se trataba. Nunca vi incompetencia y grosería mayores a los de la sección de informes de la Beneficencia.

Con las radiografías en la mano, escuchaba la voz gruesa de Getúlio en una sala anexa. Había convenido con Márcia y Maria Rita comer algo en el Shopping Paulista a las siete de la noche. Ya eran las siete y media, intenté llamarles, desistí, era preciso un código para tener acceso a la línea. Aislado en una sala de paredes desnudas. La sala se vació totalmente, desde afuera se escuchaba un ruido de tanques de gas golpeándose entre sí y de sartenes y cacerolas. Los hospitales desiertos, por la noche son melancólicos, dejan una sensación de abandono. Muerto de hambre, estaba a punto de desistir, cuando me llamaron. Las ocho.

Rabello tomó las radiografías, las puso en la pantalla de luz.

—¡Es un aneurisma!

Y yo, con la boca seca:

—¿No podría ser un doblez de la arteria?

—No, es un aneurisma.

—De qué tamaño.

—Es lo que vamos a ver.

—Si es pequeño, ¡no se necesita cirugía!

Lo afirmaba, queriendo imponerle esa idea.

—Vamos a hacer otro examen para localizarlo bien y ver el tamaño exacto.

Quiero una angiografía.

Otra información que me llenó de pánico: Se trataba de un cateterismo a través de la arteria de la ingle. O sea, me iban a meter un tubo por las venas.

Eso me incomodó.

—¿Y la cirugía?

(Ojalá tenga tres milímetros.)

—Por seguridad de su vida, es lo mejor. Pero ésa es una decisión personal. Usted puede haber nacido con el aneurisma. Y puede morir sin que sangre.

Muchas veces, en las autopsias se descubren aneurismas en las personas, sin que hubieran sido la causa de muerte.

Si tiene tres milímetros no me opero, pensé, visualizando a los médicos serruchando mi cabeza, abriendo un agujero. El dolor, el postoperatorio, tubos en la nariz, en la garganta. Y con el sentido tragicómico que tengo desde que nací, dramaticé y sufrí por anticipado. ¿Somos masoquistas o tendemos a la autocompasión? Al mismo tiempo percibí una extraña sensación. Mi vida se agitaba, se iniciaba un viraje, se extirpaba la monotonía.

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