Disociación

Disociación
Por:
  • larazon

Su despertar siempre era confuso, abrir los ojos sin saber si seguía soñando o ya estaba despierto, como si hubiera filamentos del sueño adheridos a la realidad convirtiéndola en una de esas tarjetas que si giras hacia un lado ves una imagen y si la giras en dirección opuesta, aparece otra.

Era extraño, habían pasado casi 40 años sin recordar sus sueños y un buen día se despertó no solo con la vívida imagen de lo soñado, sino con los sabores y los aromas de otros mundos.

Nada fuera de lo común si no extrínsecamente porque en su vigilia sufría "intrusiones" de esos sueños y su cielo azul de pronto se tornaba rojo oxido y su calmo mar en un embravecido océano oleaginoso púrpura de enormes olas de 20 metros. La primera vez que le sucedió terminó debajo de la mesa gritando mientras los comensales del café, donde solía leer en las mañanas, lo veían con una mezcla de extrañeza, temor y compasión.

Fue al psicólogo, este lo mandó al psiquiatra y después de varias sesiones en las que pagó un dineral para escuchar que era un leve caso de fuga disociativa y recibir unas pastillas para evitar el trastorno de despersonalización que tendría como efecto secundario dormir sin soñar... Eso era lo que deseaba.

La primera noche medicado esperó no soñar pero, ocurrió lo contrario, soñó sin poder despertar, esa sensación de angustia de saber que no estás ahí pero no puedes escapar, de ver como se cae el cielo sobre tu cabeza mientras recorres laberintos sin fin y hay hambre y miedo y corres y sigues y caes y te ahogas en una serie de emociones y no puedes salir, no puedes escapar.

Cuando al fin pudo despertar, la cama estaba mojada entre orines, sudor y lágrimas. Tiró las pastillas restantes en el retrete y le jaló, las manos aún temblaban de la angustia, del temor. Y sus sueños estaban ahí, veía en el rabillo del ojo como las imágenes transitaban y se abrían mundos a sus espaldas. Las ojeras del reflejo cadavérico del espejo daban seña de noches de sueños en vigilia y días de vigila con sueños.

No importaba ni la hora ni el lugar, los despertares, los sueños, la vigila, el duermevela, todo se mezclaba en extraños mundos fantásticos, colores imposibles, olores que su cerebro intentaba catalogar creando aún más confusión.

Recorrió iglesias y corrientes new age y aunque todos le prometían la solución, los sueños seguían apoderándose de él y pasaba meses perdido en pesadillas psicodélicas y regresaba a una realidad donde solo habían transcurrido minutos.

Después de perder todo tipo de contacto social y laboral y de encerrarse en una habitación dejó que los sueños entraran libremente.

Todos los sueños eran distintos. Mil años fue un árbol de tronco azul del que se alimentaron unos huevecillos de un tipo de polilla hasta que lo astillaron por la mitad eclosionando en miles de insectos voladores que morirían en pocas horas regando sus semillas por todo el pantano gris.

Fue un ser de gas que en cada voluta se veía nacer y morir tan rápidamente que todo se desdibujaba en un rústico YO. Fue un pez de mil pies caminando en la profundidad de un mar congelado en su superficie. Fue tanto que su cerebro simplemente colapsó, aunque siempre regresaba al primer sueño del laberinto sin fin...

Cuando el hedor fue insoportable y después de preguntarse infructuosamente si alguien había visto al inquilino de la casa amarillo con blanco, la junta vecinal decidió llamar a la policía creyendo lo peor.

Los oficiales entraron solo para salir huyendo despavoridos pidiendo ayuda a gritos. Detrás de ellos salió un hombre desnudo y sucio corriendo a cuatro patas gruñendo y tirando mordidas pero lo realmente escalofriante era la mirada animal en unos anormales iris rojos...

Su despertar fue confuso, sobre él estaban dos hombres vestidos con bata blanca, los escuchó decir que todo había sido un éxito, los escuchó congratularse de las pruebas y llenarse mutuamente de elogios. Él se sentía eufórico, creyó que estaba curado hasta que se vio en el laberinto y su cuerpo cubierto de un sedoso pelaje blanco.

Su cerebro se rebeló, era un hombre, tenía un nombre, sabía su edad, se sabía real. Gritó y solo se escuchó un agudo chillido que si alguien lo hubiera entendido se habría estremecido del dolor, angustia y frustración expresado.