EL PRECIO DE LA FELICIDAD

EL PRECIO DE LA FELICIDAD
Por:
  • raul_sales

-Yo sé que son los preceptos pero, por alguna razón me da miedo hacerlo.-

-A ti te lo hicieron, a mí me lo hicieron y aquí estamos, bien, sanos, normales y con todo lo que sabemos del pasado, no puedes decir que no estamos mejor que antes.-

-¡Vélo! ¿Acaso te parece el rostro de un malvado?-

-Ambos sabemos que la maldad no se refleja en el rostro.-

-No lo sé, me hace sentir como un mal padre el hacerle esto a nuestro hijo.-

-Es el precio de la felicidad.-

La discusión se detuvo cuando el sonrosado bebé se hartó de que la discusión moral de sus padres estuviera por encima de su necesidad alimenticia y empezó a llorar en un volumen imposible para sus pequeños pulmones.

Le gustaba caminar durante las altas horas de la madrugada, ese momento en que la ciudad daba la impresión de estar abandonada y donde el ominoso silencio roto solo por el rítmico choque de su bastón de ébano con el pavimento, le daba la oportunidad de escuchar sus pensamientos y encontrar la paz mental que de un tiempo para acá, cascabeleaba como uno de esos antiguos motores de combustión que tanto daño le habían hecho al planeta.

Al pasar por el parque de los puentes, recordó su infancia y la advertencia de los adultos de que rodeara el lugar y nunca se aventurara por ahí, bajo el riesgo de no salir nunca. Decían que debajo de los puentes podías encontrar todo tipo de sustancia, cualquier insumo robado o cualquier tipo de persona indeseable y dispuesta a cualquier ilícito que cruzara por tu mente. En esos días la decadencia de la sociedad se había acelerado, las casas de las calles estaban enrejadas por miedo a los vecinos, si te asaltaban y llamabas a la policía, era probable que fueras doblemente asaltado, lo común era lo oscuro de la humanidad, lo insólito, encontrar a alguien con principios o valores. Así creció, así se formó y ese miedo constante junto con la desconfianza inherente a otro ser humano, lo marcó para hacer lo que hizo. Había días como el de hoy, en que se preguntaba si era correcto, si era ético y su debate interno era acalorado, pasional y entintado de un profundo remordimiento pues, si bien los resultados eran visibles, algo dentro de él nunca estuvo del todo convencido.

-Hoy le toca la inserción.-

-Sigo sin estar seguro amor. Veo su rostro y pienso en lo que le haremos y se me engurruña el estómago.-

-¡Como puedes decir eso! ¡Le haremos un bien!-

-Es que... no se siente bien.-

Su mujer se le quedó viendo con furia contenida y casi de inmediato, las pupilas se le dilataron, el dispositivo había entrado en funcionamiento. Su respiración se hizo más profunda y una sonrisa cruzó su rostro.

-Amor, es por su bien y el bien de todos.-

No quiso discutir más, por un extraño motivo, no quería que su dispositivo “despertara”. Por primera vez en su vida, estaba sintiendo miedo de lo que siempre había dado por sentado y que nunca, se había cuestionado.

En la estación estaban los 20 hombres, algunos dormitaban en su guardia, otros revisaban sus redes sociales y los demás jugaban un juego de cartas muy de moda en estos días en que recibir un as en la mano significaba blufear para no pagar y nadie era muy bueno mintiendo. Quizá por eso era tan entretenido.

El teléfono sonó, los 19 voltearon a verlo mientras contestaba el despachador.

-Comisaría. ¿En que puedo servirle?-

-...-

-¿Puede repetirlo?-

-...-

-¡Inmediatamente vamos para allá!-

Fue su palidez la que los alertó.

-¿De que se trata?- preguntó el jefe saliendo de su cubículo.

-Un asesinato...-

-¡No juegues con eso! ¿De qué se trata?-

-De eso señor.-

Los veinte se quedaron pasmados, lo más violento que habían tratado en su vida laboral había sido un pleito entre mascotas en una zona residencial. Desde que el dispositivo se había vuelto obligatorio, los delitos se habían eliminado por completo. La enorme incidencia delictiva fue la que predispuso a la sociedad a aceptar la inserción y la pena de muerte por el más insignificante de los delitos, así, los malos morían y los recién nacidos tendrían un dispositivo de dispensa y restricción hormonal que los haría buenos. En un inicio algunos se resistieron pero cuando la sociedad sentenció que quien no quería era en esencia maligno aunado a la enorme y exitosa campaña publicitaria de “El camino a la felicidad” logró que el 70% de los infantes entre 0 y 9 fueran insertados y en la siguiente generación fue el 100%. EL cambio fue inmediato lo que terminó de convencer hasta los más reacios.

Un asesinato, todos los policías habían tratado con muertos, en accidentes o por causas naturales pero, que otro ser arrebatara una vida, bueno, eso solo lo había visto el jefe y cuando era adolescente.

Le corroía la culpa, ver a su pobre hijo entubado, cubierto con gasas estériles, a través de un cristal, sin poder tocarlo, sin poder consolarlo. Sabía racionalmente que el niño no sentía nada pero, su dispositivo se encendía y apagaba intermitentemente, hacía hasta lo imposible por controlar sus emociones tratando de evitarlo pero fallaba irremediablemente.

Esa noche no pudo dormir, se sentía como un traidor a su propia sangre, el dispositivo inyectaba y suprimía tratando de estabilizar el estado anímico alterado hasta que fue demasiado. Salió a caminar tratando de despejarse, la ciudad estaba en absoluta tranquilidad, como cada noche y eso, en lugar de calmarlo lo irritó aún más, caminó sin dirección viendo como la neblina empezaba a condensarse a nivel de suelo, sentía la humedad y el frío pero no le importaba, su ira empezó a crecer y no hubo respuesta de su dispositivo y con su ira se mezcló una satisfacción algo maniaca por la falla, era cierto que la sociedad estaba mejor pero quizá por el dique, ahora roto, que le habían insertado en su infancia su furia se había desbordado y se sentía como el perro amarrado al que nunca le habían soltado la correa y la llaga sangrante del cuello, símbolo de la limitante, ahora le escocía.

Escuchó un repiqueteo molesto antes de ver que lo producía, le molestaba que algo se metiera entre su catarsis y entonces lo vió. El anciano que producía el ruido, al principio lo ignoró y pasó a su lado ignorando el “buenos días” que le habían prodigado, “buenos días”, era noche cerrada y todo le molestaba, la adrenalina que su cuerpo nunca había sentido, ahora le nublaba el raciocinio y en un ramalazo de memoria reconoció al anciano. ¿Cómo no lo hizo antes? Era el rostro más conocido del mundo moderno, “El abuelo”, “El doctor”, “El guardián de la paz”...“El padre de la felicidad”.

Algo dentro de él terminó de romperse y dio media vuelta siguiendo el repiqueteo molesto entre la neblina... No podía pensar... No tenía forma de contenerse... Solo quería algo... Desquitarse...