LA CASA DE LOS ABUELOS

LA CASA DE LOS ABUELOS
Por:
  • raul_sales

La casa de los abuelos había sido siempre un reducto de seguridad, no nos dejaban ir ni a la esquina sin asomar sus canosas cabelleras por la puerta doble para ver si llegábamos con bien a la tienda de la esquina. Por mucho que les decíamos que la capital era mucho más peligrosa, ellos sentían que sus nietos no estaban seguros hasta que posaban la vista sobre nuestras espaldas y no las separaban hasta que cruzáramos la puerta. Ya en casa, en esa enorme casa de techos altos de vigas y viguetillas, con suelo de ladrillos de pasta que simulaban alfombras coloridas y paredes que soltaron polvo de cal y humedad hasta que optaron por dejarlas con la piedra desnuda, seguían con sus cosas que implicaban prepararnos copiosas meriendas hasta que no tuviéramos espacio en la barriga y entonces, sacaban dulces de leche recién preparados, budín de pan, merengues y otras cosas que ni sabíamos como se llamaban pero que eran igualmente deliciosas y al fin y al cabo, hasta de mala educación es vocalizar el nombre si la boca, está llena.

Las vacaciones en casa de los abuelos eran perfectas en invierno y aunque igualmente divertidas en verano, el calor húmedo y los moscos la arruinaban un poco pero, nunca lo suficiente como para no pasarla maravillosamente. Cada vacación era viajar a ese puerto colonial de casas de brillantes colores donde el sol quemaba y encontrábamos en la brisa y en los raspados, la solución a ese pequeño problema.

De la casa de los abuelos, el patio central con sus tres enormes árboles centenarios, un pozo central y las losetas de barro haciendo juegos geométricos lo convertían en el lugar más divertido de todos excepto cuando te daban ganas de ir al baño en plena madrugada y los árboles cuyas ramas eran juguetonas bajo los rayos del sol, se transformaban en garras ruidosas en la oscuridad y el pozo, con su tapa de herrería dejaba de ser la puerta de los deseos y se transformaba en el depositario ideal de nuestros miedos.

Los primos mayores no ayudaban en nada, cruzar los cuartos en hilera para llegar al patio significaba pasar por ese lugar donde los primos te veían y entre sueños te decían “cuidado con los aluxes y la dama de blanco del pozo”. Nuestra activa imaginación hacía el resto y preferíamos regar las plantitas de chaya de las macetas de la abuela que estaban pegadas a la puerta que aventurarnos en ese desconocido y terrorífico nuevo universo que era el patio en la noche. Los primos se reían hasta que al día siguiente desayunábamos huevo con chaya y recordaban que las habíamos “regado” la noche anterior. La siguiente noche, la amenaza de que si “regábamos” la maceta nos la veríamos con ellos fue suficiente como para hacerlo en el primer rincón... nunca llegamos hasta el otro lado donde se levantaba ufano e inviolable el cuarto de baño.

Las vacaciones eran siempre ahí, sin importar donde estuviéramos, en esas temporadas, la travesía iniciaba, generalmente era por tierra donde íbamos quitándonos ropa como cebolla en verano conforme nos acercamos a destino pero, en ocasiones volábamos y llegábamos al diminuto aeropuerto donde al salir, el cambio de temperatura y humedad nos pegaban de golpe y tirábamos la maleta para quitarnos lo que estuviera cubriendo nuestros cuerpos antes de perecer por un golpe de calor, caminábamos por el ardiente pavimento de la pista y entrábamos al aire acondicionado de la terminal, luego afuera al calor, el auto con aire, calor, frío, calor, frío... siempre caía uno enfermo y todos nos comíamos el tratamiento pues eran dulces de miel con amaranto.

Una vez fuimos y no era verano ni invierno, hacía apenas un mes, las clases habían iniciado y no obstante, viajamos, papá iba al frente, solo, generalmente ayudaba a mamá con todos nosotros o lo íbamos a buscar y nos sentaba en su regazo pero, en esta ocasión, su silencio y su postura nos hacía andar de puntitas, tanto que los pequeños durmieron en lugar de estar dando brincos o haciéndoles gestos a las aeromozas o a los desdichados pasajeros del asiento posterior.

Cuando llegamos no estaba el enorme Ltd Crown Victoria blanco del abuelo esperando en la puerta, papá pidió un taxi y nos subimos todos, apretados como siempre pero el iba en el asiento delantero y mis hermanos, extrañamente, guardaban un tenso silencio, hasta yo que era el que siempre interrumpía, estaba vez iba respetando lo que aún no entendía.

Cuando llegamos a una casa del centro, todos estaban ahí, los mismos de cada vacación, los tíos, los primos y los amigos de los abuelos, todos rodeaban a la abuela que lloraba desconsoladamente, nunca la había visto llorar y eso solamente podría ser suficiente para impactarme pero, verla de negro, un color que sabía odiaba porque decía que daba más calor, lo fue aún más.

Cuando no vi al abuelo, que lo más que se alejaba de ella era para comprar un café y una cajetilla de cigarros fue cuando me di cuenta de lo que estaba pasando. Podía ser un niño y aún así, sin comprenderlo de todo, supe que el abuelo se había ido.

Era extraño verlos a todos, sentir los mismos aromas de brisa de sal y mar, el calor, la humedad y encontrar que eso ya no era sinónimo de alegría, que ahora, algo más entraba en mi asociación de recuerdos. El abuelo, con su mano siempre tibia y ese aroma a café, tabaco y libros, ya no estaba, ese hombre que te daba de más para comprar pan sabiendo que te ibas a gastar el cambio en golosinas y luego te guiñaba el ojo cuando te hacía un gesto cómplice diciendo que te limpiaras la comisura de la boca manchada de azúcar.

Esa noche dormimos en la casa de los abuelos, aún no podía llamarla “de la abuela”, esa casa bulliciosa era ahora de opresivo silencio, no había risas ni gritos de extremo a extremo, ni golpes, de pies contra pared empujando la hamaca.

Esa noche, como casi cada noche, fue imposible aguantarme las ganas de ir al baño pero atravesar el patio estaba igual que siempre, lúgubre y tenebroso, así que, también como siempre, terminé en la primera maceta saliendo de la habitación, todo normal en el riego nocturno hasta que vi por el rabillo del ojo, algo moviéndose. Ojalá nunca sepan lo que es querer correr mientras estás a mitad de un riego de plantita.

Volteé de golpe y la silueta se movió con el giro y permaneció justo en mi visión lateral. Con la pijama húmeda, di un paso hacia atrás lentamente mientras trataba de reconocer si era la mujer de blanco o algún alux perdido. La silueta se acercó y yo grité de terror mientras salía corriendo a meterme a la cama de mis abuelos que era donde dormía, me acurruqué a lado de la abuela y ella me palmeó la espalda mientras me “shesheaba”. No hay nada más tranquilizante que el shhh shhh de tu abuela y una sábana cubriéndote la cabeza y no lo hay hasta que sientes que alguien se sienta en la cama y sabes que nadie está levantado. Habría gritado de terror si no fuera por esa mezcla de café, tabaco y libro que inundó mis fosas nasales.

Pueden decir que estoy loco o que lo soñé, al menos eso dice papá y la abuela pero, sé que el abuelo me visitó y créanlo o no, después de esa noche, el patio dejó de ser el terror paralizante e inconquistable pues, sabía que de ahora en adelante, la persona que más me había protegido y que había conspirado en los juegos de mesa para ganarle a los primos mayores, ese hombre que sonreía hasta hacerte sonreír, mantendría a raya a la mujer de blanco, a los aluxes y a cualquier rama que se le olvidara que de día solo servía para columpio. La casa de los abuelos, nuevamente estaba completa.