DESPUÉS DE LAS PERDICES

Después de las perdices
Después de las perdices
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Al principio fueron pequeñas desavenencias, unas salidas de caza que tardaban más de lo esperado, asuntos que solo eran para sus ojos, decisiones de gobierno donde todos esperaban sus palabras y asumían que su silencio era el de una buena princesa. Lo peor fue darse cuenta de que no tenían anda en común, que su emparejamiento fue una casualidad, que su marido había sido empujado por su código de caballería, por un motivo abstracto de “lo correcto” y uno pragmático del “que dirán”. Cierto, había una coincidencia sentimental, o eso es lo que le habían hecho creer y ella se había dejado meter en ese pozo con piedras encadenada a sus tobillos.

Su amado padre la consentía demasiado, era la luz de sus ojos, el vivo reflejo de su madre y él, por amor, culpa o recuerdo, simplemente le daba lo que le pedía y un buen día pidió una mamá y él se la consiguió, inició bien y terminó del asco, así como sucedía ahora. Nunca supo si fue el manejo preciso de su madrastra o si su padre se dejó embaucar. Era indistinto e irremediable, además, si había algo que era incontrovertible era la culpa que había tenido en la desgracia de su padre y si alguien había merecido el castigo por su egoísmo, el odio que sentían por ella, apenas era una llama ante el abrasador incendio de ira contra si misma.

Estaba rota, lo estuvo desde que perdió al único ser que la había amado y creyó ilusamente que el destino había puesto a este nuevo hombre como una forma de darle palmaditas en la cabeza diciéndole que todo estaba bien, que ahora sí, de nueva cuenta, era merecedora de una sonrisa sincera en su dirección... ilusa.

Entró haciendo un ruido demencial, la ancestral espada, herencia de su linaje, resonó rotunda al caer por las escaleras de piedra y casi arrastrar a su portador, las botas eran de cuero fino y casi no hacían ruido, cosa de agradecer pues quien las llevaba puestas iba tirando todo en cada paso. La primera vez que lo vio perderse en el vino, lo cuidó a pesar de los gritos y los insultos “es el vino” se repetía constantemente y sí, al día siguiente, con los ojos en sangre, le suplicó su perdón, la segunda y la tercera vez hasta hubo la promesa de no hacerlo nunca más, ahora, ya ni atención prestaba al bulto que se arrastraba por la pared como guía hacia sus habitaciones. Menos mal, lo que antes había llorado al no compartir el mismo lecho, ahora agradecía que fuera así, la soledad era un animal conocido.

Recapitulaba y se daba cuenta de que la única decisión en su vida fue la exigencia de una madre y la obtención de una rencorosa madrastra, después de eso, solo fue víctima de las circunstancias y lo aceptó por la culpa de haber sido el agent provocateur de la muerte de su padre, la perdida de la fortuna y el haber dejado en la calle a decenas de antiguos ayudantes. Ella y nadie más fue la culpable, sin importar lo que le dijeran, que la loca y amargada cónyuge de su padre, que sus envidiosas y desparpajadas hermanastras, que el destino... ella era la culpable y debía pagar y lo hizo sin rechistar hasta que vio al príncipe en el desfile y sus callosas manos sufrieron el primer espasmo de anhelo por otra piel que no fuera la suya.

Después de esa primera impresión, sus sueños se llenaron de él, sus canciones eran dedicadas a él, incluso mientras fregaba los pisos o las paredes, se imaginaba que era a él a quien acariciaba. Su obsesión era febril, iba al pueblo para ver el castillo a lo lejos sabiendo que ahí estaba y fantaseaba con que vendría por ella... nadie nunca le dijo que desear puede tener el perturbador resultado de que sea concedido.

Todos conocían la historia; la cómplice, el baile, el anhelo, el beso, la huida por haber sido descubierta, la terquedad del príncipe, la indiferencia del rey y la intersección de figuras, ella, necesitada de una figura paterna, él, de un cariño materno y claro, una atracción física difícil de controlar... La comidilla del reino, la burla en los ojos de las damas nobles, si bien se inclinaban a su paso, aprovechaban el gesto para reírse de su sangre plebeya. El príncipe se envaraba, al principio tuvo la intención de defender su “honor” pero, eran otros tiempos, el reino sobreviviría sin un rey pero el rey no lo haría sin sus nobles, así que se aguantaba las ganas de hacer algo en contra de esas “bien nacidas damas”.

Ese fue el inicio del fin, él sentía enojo por lo que le hacían pero después de unas cuantas ocasiones más, el enojo fue por su impotencia ante la presión social y terminó trasladándoselo a ella, como siempre, como era la costumbre en su vida.

Los días eran largos, la soledad en compañía, es una soledad con burla y ella ya había tenido dosis suficientes de burla, algo se rompió, algo que estaba dañado por años de culpa y maltrato psicológico, años de ser abusada, menospreciada, sobajada dentro de su propio hogar y ahora, aquí, en lo más alto de la escala social, estaba recibiendo lo mismo y aquel ser que había sido su fantasía, ahora era una deprimente realidad. Si de algo estaba segura es que no necesitaba de nadie para hacer lo que quisiera, que casarse por ego y venganza social no fue la mejor decisión y por muy satisfactorio que fuera ver a su madrastra y a sus hermanastras arrastrándose sumisas ante ella, no valía el que tuviera que soportar otro tipo de humillación, otro tipo de maltrato, el de un hombre que por poco hombre, prefería beber antes que defender a su “princesa”, un príncipe que sabía de todo por su instrucción privilegiada pero que no sabía de nada de ella excepto que el rey la odiaba.

No, su cuento de hadas no terminaba en finales felices comiendo perdices, en su caso, ella había cambiado una esclavitud por otra, un maltrato por otro, soledad por soledad y, las perdices, huían despavoridas ante la insaciable sed de sangre de los comensales.