Del peyote al joven manos de tarjeta

Foto: larazondemexico

I. Peyote

En este desierto, después de Torreón...

Rafael Catana

Existen dos maneras de aproximarse al peyote. La primera: después de haber leído a Castaneda. Y la segunda, sin antecedentes. Yo me acerqué desde lo naif.

El lector de Castaneda se prepara para ingerir peyote. No bebe, deja de comer carne: intenta desintoxicarse lo más posible. Viaja a Real de Catorce, y participa en una ceremonia con un guía, un chamán. El no lector va al desierto y simplemente traga.

A una hora de mi casa, por la carretera libre a Saltillo, se encuentra Estación Marte. Un ejido dominado por una meseta de mil 347 metros. La zona goza de altos niveles de magnetismo. Se presume que es un área ufóloga. Se han reportado decenas de avistamientos de ovnis. La NASA ha estado interesada en adquirir terrenos en la región para profundizar en sus estudios sobre dichos fenómenos.

En los alrededores de Marte hay brotes de peyote. Macho, del que pega.

Desde siempre he sido consciente de mi papel como occidental respecto al pueblo indígena. Sé que existen cosas que escapan a mi comprensión como mestizo. No importa que me ponga huaraches jamás voy a tener una experiencia con el peyote como si fuera un huichol.

Desde los diecisiete años comencé a hacer expediciones al desierto. Si alguna parte de mi cuerpo es fuerte son las piernas. Caminar por el desierto bajo un sol de 42 grados y con un galón de agua en una mochila ayuda a fortalecer la zancada.

Aunque no puedo participar de la cosmovisión huichola, una cosa me quedó clara desde mi primer contacto con el peyote: es un ente vivo. Cuando lo arrancas de la raíz, el cacto no muere. Basta que lo tragues para que te percates de que lo que acabas de ingerir es un animal. Gruñe. Y tu estómago es ocupado por él. El peyote es un huésped. Y el tiempo que dura en tu interior entablas un diálogo con ese animal.

El peyote es impredecible. En ocasiones se oculta, tarda hasta dos horas en manifestarse. Otras veces apenas pisas el desierto el cacto te sitia. Abundan las explicaciones al respecto.Todas infundadas. Según los enterados el peyote se oculta porque eres indigno de él. Otros dicen que es al contrario, que emerge de inmediato porque desea darte una lección.

El peyote no da lecciones. Yo soy la prueba viviente de ello.

Existen dos tipos de experiencias con el peyote. El viaje en el campo y el viaje en la ciudad. Los protojipis aseguran que los mejores trips son en el desierto. Yo he tenido buenos viajesotes tanto en el ámbito rural como en el urbano. En pocas palabras: se pueden asumir muchos tics sobre el peyote pero es imposible cronometrar su comportamiento.

Dentro de este mismo sistema de creencias que se ha conformado de manera autónoma, también se presume que el peyote no debe ser trasladado a la ciudad. Conocí a no pocos sujetos que se presentaban en el desierto con el único fin de saquear. Volvían a la urbe con costales rebosantes de peyote. Yo nunca hice algo así. Sólo en una ocasión corté algunas cabezas y me las llevé a casa.

En mi juventud la única manera de trasladarme a Estación Marte era pedirle raite a los traileros. Pero de regreso era complicado que te levantaran. Siempre te cuestionaban si portabas peyote. Y sólo hasta que abrías tu mochila ante sus ojos accedían a que subieras al tráiler. Si deseabas llevar peyote a Torreón tenías que ir en coche. Lo cual también suponía un problema. Si te detenían los soldados estabas frito. La pena por posesión de peyote, depende de la cantidad, por delitos contra la salud, va de los diez hasta los 25 años de prisión.

Los que regresaban con la cajuela llena presumían que nada les ocurriría, la superstición de que el peyote los protegía hacía que se envalentonaran. No siempre surtía efecto la superchería.

Existen también distintas maneras de consumir el peyote. Los famosos peyotes, que aparecen en los libros de Castaneda. Los gajos, que es el peyote en crudo. En extracto. Y en té. Es sumamente difícil que el cuerpo retenga el peyote. En cuanto lo engulles el cuerpo lucha por expulsarlo. Yo lo probé de todas estas formas. Los botones, en mi caso, no eran viables. Insisto, como persona que no forma parte de la cultura indígena, mi relación con el cacto era distinta. Y las cantidades y el modo de ingesta no obedecían a fines religiosos.

Mi viaje más portentoso ocurrió con extracto. Machaqué veinte cabezas y llené una cantimplora. Es un método bastante dilatado. Me tardé dos horas en llenar la cantimplora. Y como cinco en tomarme el contenido. Debía dar pequeños sorbos. Porque si te avorazas vomitas y ya no existe poder divino que te haga volver a soportar el peyote. Se vomita, pero hasta después de hacer la digestión. Que lleva varias horas, desde dos hasta cinco. Por lo que un viaje de peyote exige un nivel de paciencia superior a un juego de ajedrez. No puede hacerse un hábito.

La forma más efectiva y sencilla es en té. Me llevaba al desierto una olla. Cortaba las cabezas y las hervía con azúcar y jamaica. Bebía varias tazas y entonces pum, a alucinar.

En una de mis visitas al desierto me llevé veinte cabezas a casa. Había tenido uno de los viajes más fuertes en el desierto, pero apenas llegué a casa herví las cabezas y comencé a tomarme el té como agua de uso. La nobleza del peyote es inestimable. En algún punto después del segundo litro una voz dentro de mí me ordenó que parara. Y lo hice. Es la prueba evidente de que el peyote está vivo. Y que su sabiduría es palpable. Con cualquier otra sustancia habría ocurrido un accidente.

He oído historias de personas que han tenido malviajes con el peyote. No lo dudo. A mí nunca me ocurrió. Lo único que he recibido yo del peyote ha sido bondad.

Un amigo de la banda al que apodábamos Marlon Brando tuvo una disputa con el peyote que lo mandó al limbo. Se encerró en su casa con varios kilos de cacto y se armaba unos licuados monumentales. La bronca es que comenzó a combinarlos con anfetaminas. Su cerebro no lo resistió. Desde entonces no fue el mismo. Su vida consistió en entrar y salir de instituciones mentales. Sufría de una paranoia exacerbadísima. Afirmaba que lo vigilaban. Hacía elaboradas descripciones de los drones que lo seguían a todas partes. Al final murió de manera un tanto accidentada. Según otro compa, su familia, harta de lidiar con él, lo orilló a una sobredosis.

“En algún punto después del segundo litro una voz dentro de mí me ordenó que parara. Y lo hice. Es la prueba evidente de que el peyote está vivo. Y que su sabiduría es palpable.”

Es el único caso del que tuve noticia en el que estuvo inmiscuido el peyote. Lo menciono porque se me quedó grabado. Yo siempre quise probar la coca con peyote. Que según dicen los enterados, es la experiencia más potente del mundo de la droga. Pero me daba miedo por lo que le había ocurrido a Brandon.

El peyote es muy claro al respecto. Encuentra la manera de ponerse en contacto contigo. Y te advierte cuando ha llegado el momento de parar. En mis viajes más poderosos vi coyotes correr en la luna, vi a un monstruo de peyote destruir la ciudad, me vi a mí mismo como un peyote más, enterrado en el subsuelo, y vi mi muerte. Con el ácido he visto el mundo de soda de raíz, con el MDMDA he visto a los autos desaparecer, con los hongos he visto osos bajar de las montañas y tomar la ciudad, pero ninguna de estas experiencias ha sido tan significativa como ese viaje de peyote en que vi la forma en que moriría.

Y después de eso me quedé en paz. No volví a probar el peyote. Y no he sentido el impulso de hacerlo.

Antes de que eso ocurriera sí que probé la coca con peyote. Se me cortó el viaje alucinógeno pero probé un poquito de esa gloria tan presumida. Es la ocasión en que más cerca me he sentido de Supermán.

II. El joven manos de tarjeta

Soy un bulto para picar la coca. La impaciencia y la ansiedad me vuelven bien trochote. Lo que ha provocado que tenga la nariz más damnificada por culpa de los pinches riscazos. Vivo eternamente mormado. Molerla bien es un talento que me negó Dios. Y a la hora de hacer rayas soy el peor.

Existe una regla no escrita. Aquel que arme las líneas aspira primero y tiene derecho a la más nutrida. Lo que siempre desata disputas. Lo óptimo es que las porciones sean uniformes. Para evitar inconformidades. Como todo adicto que se respete soy abusón a la hora de servir un saque. Siempre me preparo la raya más choncha para disgusto del personal.

He cosechado más de una enemistad, pero el cocainómano, con todo y sus atributos de acelerado, es perezoso para partir. Debilidad que aprovecho para irme al baño.

No todos los adictos son tan burdos. Existe una clase, una alcurnia, de drogo que posee habilidades artísticas. Yo conocí a uno. El joven manos de tarjeta.

En 2004, en un encuentro de escritores jóvenes en Monterrey, me dijeron él trae coca y señalaron a El joven manos de tarjeta.

Fue como conocer a Santo Clos.

Trae coca es el eufemismo más pendejo que he oído en mi vida. Portaba una roca el pinche Rockefeller. A la que le rascaba y armaba ataditos que repartía entre la banda. En lo primero que pensé cuando lo conocí fue en el personaje del cuento “Jesús, el de la Crush” de Gustavo Escanlar. El adicto es el ser menos generoso sobre la Tierra. Ser desprendido no es uno de sus atributos. Hay que ser conchudo, avaro, abusón. El adicto siempre establece sus relaciones en función de la droga. Yo, por ejemplo, casi nunca regalo coca a quien me pide.

El joven manos de tarjeta me brindó un saque. Craso error. Es lo peor que un adicto puede hacer. Porque compartir un pase significa que te pedirán otro. La adicción es un ejercicio mendicante. Yo me había terminado mi merca y deseaba continuar el paryzon. Me aproximé a El joven manos de tarjeta por un segundo jalón. Para que no lo molestara con ordinarieces, me obsequió un pellizquito de su piedra. Porción que me duró toda la noche. La generosidad de El joven manos de tarjeta me desconcertó. Le caí bien o quizá le desperté lástima. De lo que no tengo dudas es que tenía todo calculado. La droga que había desperdiciado en mí formaba parte del presupuesto.

Los encuentros de escritores en realidad son convenciones de drogadictos. Al año siguiente volví a coincidir con El joven manos de tarjeta en Nuevo León.

Habíamos cultivado una amistad a través de MSN. Varios le encargamos unos cuantos gramos de cocaína. Se había convertido en el díler oficial del encuentro. Mi consumo se había elevado considerablemente. Ya no me conformaba con un gramito. A pesar de meterme coca como psicópata, era un amateur. El maestro era El joven manos de tarjeta. Y me reclutó como aprendiz.

“Abandonado en una esquina, sin coca y de a perro. El joven manos de tarjeta me dio una lección. No importa qué tan sólida sea una amistad, nunca bajes la guardia cuando se trate de droga.”

El joven manos de tarjeta tenía acceso a esa calidad y cantidad de droga porque vivía con su díler. El sueño de todo adicto. También el más peligroso. La adicción no es como

la obesidad. No puedes convivir con la comida para aprender a alimentarte. Si tienes la droga a la mano no paras. Te metes hasta que se detenga el corazón. Pero El joven manos de tarjeta era un adicto inusual. Con el tiempo enfrentaría su propio averno, pero en aquellos días era un carmelita descalzo que esnifaba cocaína.

El espíritu desprendido de El joven manos de tarjeta era un agasajo. Si todos los dílers fueran como él, este mundo traidor sería un mejor lugar. Cuando llegó al encuentro repartió con la elegancia de un crupier. Me entregó mi encarguito y un pilón. Éramos unos animales.

Con El joven manos de tarjeta aprendí a no andar con pichicateces. Nada de rayitas, rayotas. Nos confeccionábamos unas orugas albinas del tamaño de una víbora chirrionera y aspirábamos sin miramientos. Nada de agarrar aire a media línea. La esnifábamos de un trancazo. Porque para eso teníamos a nuestro proveedor.

En dos días nos metimos una onza entera. El joven manos de tarjeta, algunos de los invitados del encuentro, y yo. No exagero. La toxicomanía del norteño es como la plaga. Arrasa con hectáreas en segundos.

Entonces comenzó el suplicio. La ansiedad se apoderó de nosotros. Lo que obedecía era un aquí se rompió una taza y cada uno a chingar a su madre. Pero el adicto es un ser malcriado. Se mal acostumbra con facilidad. En casos como éste lo que opera es que cada quien se rasque con sus propias uñas. Pero nunca falta el adicto con el síndrome de niño héroe. Así que para combatir la abstinencia El joven manos de tarjeta y yo nos ofrecimos a salir a la noche regia a conseguir coca. Sabíamos que no encontraríamos algo de la misma calidad, pero ya jareosos y necesitados vieran qué rica sabe la pastilla molida.

Nos dirigimos a la Nuevo Repueblo, uno de los barrios bravos de Monterrey. Me quedé a esperar a El joven manos de tarjeta en una esquina mientras se internaba en la colonia con una morra por la droga. No importa qué tan compa sea un adicto de otro no debes olvidar que la droga es la ley. El joven manos de tarjeta no volvió. Pasé de la decepción al emputamiento y de ahí a la preocupación. No lo busqué porque no sabía dónde hacerlo. Dos horas después volví al hotel. Ojalá siga con vida, pensé al subir al taxi.

A la mañana siguiente El joven manos de tarjeta me relataría lo ocurrido. La morra y él habían tocado en la puerta de un departamento y les había abierto una chava en brasier.

Pinshis shishotas, me dijo desorbitando la mirada.

Las morras y él comenzaron a esnifar cocaína y se olvidó de mí. Después hicieron un tribilín. Mientras yo era subyugado por la angustia, el cabrón se cogía a dos. Y a mí que me cargara la chingada. Abandonado en una esquina, sin coca y de a perro. El joven manos de tarjeta me dio una lección. No importa qué tan sólida sea una amistad, nunca bajes la guardia cuando se trate de droga. Y desde aquel día no lo he hecho. Y cuando ha sucedido lo sé de antemano. Sé que cuando La Paleta Payaso se rifa solo a Tepito por coca en la madrugada se va a meter una grapa en las escaleras. Es el impuesto que uno debe pagar si no desea moverse de sitio.

Desde El Pájaro nadie me había vuelto a hablar de agujas. Entonces la carrera de drogadicto de El joven manos de tarjeta cobró un vértigo inusitado. Comenzó a inyectarse.

Así como yo, El joven manos de tarjeta es proclive a enviciar a la gente. No le gusta caer solo, quiere hacerlo en quórum. Por eso tanta dádiva. Extrae placer de que la gente se enganche.

Pese al incidente de la Nuevo Repueblo o gracias a él, nuestra amistad se consolidó en tiempo récord. Compartíamos la droga y la literatura, además de que es mi doctora corazón. Siempre que me atiricia alguna de mis relaciones sentimentales lo llamo en busca de coucheo. Comencé a viajar a Zacatecas para visitarlo. A El joven manos de tarjeta le aprendí a meterme coca en público. Como si fuéramos Paco Stanley y Mario Bezares nos retábamos a aspirar en los lugares menos apropiados. Esta técnica la perfeccioné a tal punto que me he metido coca hasta enfrente de mi madre y no se ha percatado. En una ocasión lo hice en el programa de radio de Mariana H, mientras fingía estornudar aproveché para aspirar de mi ziploccito. Lo paleta no se quita, ni aunque caigas en las garras de César Millán.

En uno de mis viajes a Zacatecas, El joven manos de tarjeta me confesó que se estaba picando. No me extrañó ni tantito. Sólo San Judas sabe por qué no estaba haciendo yo lo mismo en aquellos tiempos. Unos años después, en uno de mis intentos más serios por alejarme de la coca, acudí a consulta con una psiquiatra especialista en trastornos de adicción. La doctora declaró que me entendía a la perfección. Que la coca era una droga súper chingona. Y que si ella no tuviera que dar consulta también la consumiría. Cuando le pregunté por qué no había sucumbido al encanto de las jeringas o del crack me respondió que mis neurotransmisores no estaban diseñados para eso. Que yo era un adicto social y no presentaba problemas con mi consumo. Me dio de alta y me invitó a salir. Me la estuve cogiendo un año, hasta que se casó y con la frialdad de Elsa de Frozen me indicó que no podíamos continuar como amantes.

Nunca he constatado si lo que decía la psiquiatra era verdad. El hecho de que no hubiera probado las jeringas hasta el momento no significaba que no habitara un tecato en mí. Y vaya que El joven manos de tarjeta hizo campaña para que lo descubriera. En una de nuestras juergas de cocaína comenzó el voluntarioso proceso de lavarme el cerebro. Me resistí. El temor de descubrir una nueva y peligrosa vertiente de mi adicción me paralizaba. Pero el quebrantamiento tiene fecha de caducidad y tanta insistencia de El joven manos de tarjeta me doblegó.

Eran las dos de la mañana, lo recuerdo, me levanté y grité, ok, vamos a picarnos, como si fuera Cerebro y estuviera presto a tratar de conquistar el mundo. Al fin y al cabo era lo que se esperaba de mí. ¿Acaso no era yo miembro distinguido de la Generación Trainspotting?

“A El joven manos de tarjeta le aprendí a meterme coca en público. Como si fuéramos Paco Stanley y Mario Bezares nos retábamos a aspirar en los lugares menos apropiados.”

El joven manos de tarjeta contaba con su kit de tecato. Maldito juego de química Mi Alegría cuánto daño nos había procurado. Algodón, jeringas, catéter, la cuchara, el mechero. Y decían que la clase de laboratorio no era útil. Lo único que faltaba era el agua oxigenada. Nos trepamos al tarjetamóvil y salimos a buscar una farmacia abierta. No la encontramos. Eran épocas en que en provincia los establecimientos 24 horas no existían. Recorrimos la ciudad sin éxito de norte a sur y de este a oeste. La única solución a nuestro problema era conducir hasta Guadalajara, pero nos abstuvimos. El joven manos de tarjeta dio vuelta en U y nos encerramos a liquidar nuestras reservas de cocaína.

Fue lo más cerca que he estado de inyectarme. Quién lo diría, fui salvado por la provincia. Si hubiéramos estado en la Ciudad de México aquella noche habría perdido la virginidad. A lo mejor hubiera sido un punto sin retorno. A lo mejor no. Tal vez algún día lo descubra.

Poco tiempo después El joven manos de tarjeta desapareció y el plan de que me iniciara en lo intravenoso se desvaneció.

Una mañana al Joven manos de tarjeta lo despertó el tamborileo de los dedos de un extraño en la ventanilla de su topolino.

Se había quedado inconsciente después de haber chocado. El carro se había salido de la carretera para estrellarse con un peñasco. Estaba desnudo y con una botella de Jack Daniel’s en la mano. Aquel accidente lo asustó a tal grado que decidió anexarse. Se apuntó en una clínica de rehab. Y no se lo comunicó a nadie.

La guerra vs. el narco había convertido a Zacatecas en una de las sucursales Zetas por excelencia. El acto de desaparición de El joven manos de tarjeta sólo sugería una cosa: que lo habían secuestrado, encobijado, empozolado o ejecutado.

No contestaba e-mails, no respondía el teléfono y de mis conocidos en Zacatecas ninguno sabía algo acerca de él. Asumí lo peor.

Un año después El joven manos de tarjeta reapareció completamente regenerado como El pequeño Alex en Naranja mecánica. Era padre de dos hijas, y por mucho que el lado oscuro lo sedujera, había tenido que meter el freno, porque una cosa era ser un irresponsable en cuanto a sí mismo, y otra darse el lujo de dejar huérfanas a las fuerzas básicas.

Nos volvimos a topar, y a diferencia de otros adictos reformados, nunca te regañaba por tu consumo de drogas y alcohol. Lo de El joven manos de tarjeta no era una simple patología. Amaba las drogas y no pudo estar alejado de ellas mucho tiempo. Comenzó a consumir ácidos y tachas y contrario a lo que se podía inferir, no recayó en la coca ni el alcohol y se convirtió en un gurú del Éxtasis y del LSD.

Por fin había encontrado un equilibrio en su vida.

El fantasma de la cocaína siempre está presente en la vida del adicto rehabilitado. Más de diez años después El joven manos de tarjeta fue derrotado, volvería al chupe, el perico y el crack. No con la misma dedicación, pero con convicción. Lo que demuestra que para los adictos no existen finales felices.

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