Dado que el español no es mi lengua materna, me encuentro eternamente fascinada con ciertos modismos que no poseen una correspondencia precisa en otros idiomas. Tener “mano izquierda”, por ejemplo. Según la Real Academia Española, se refiere a una "habilidad o astucia para manejarse o resolver situaciones difíciles". Un brinco hacia el Instituto Cervantes revela que, al parecer, el origen de la frase puede encontrarse en la tauromaquia, donde hay que emplear la mano izquierda para torear al natural.
Ser de izquierda, en cambio, viene de Francia, donde sentarse en esa ala de los États généraux significaba apoyar la Revolución y su meta de una república secular y, a la vez, oponerse a la monarquía, la aristocracia y la teocracia que caracterizaban el viejo régimen. Hoy en día, en países como México, que son repúblicas seculares sin monarquía, ¿qué significa la izquierda? En términos generales, apoyar lo igualitario en contraste con las jerarquías sociales que permanecen como vestigios autoritarios. Apoyar el cambio.
Actualmente en este país no parece que haya tanto contraste entre los que quisieran que todo siguiera igual y los que buscan ese cambio, dado que nadie está conforme con las cosas como están. Más bien, subsiste cierto miedo de que el cambio incurra en excesos jacobinos, también originarios de la Revolución francesa. Aunque no tenga a la mano una bola de cristal, no creo que sea el caso aquí. Mi instinto me dice que si Andrés Manuel López Obrador tuviera la intención de perseguir a la élite o de llevar a cabo purgas maoístas, lo hubiera hecho como jefe de gobierno de lo que era entonces el Distrito Federal, en lugar de trabajar hombro a hombro con Carlos Slim en el rescate del Centro Histórico, sólo por dar un ejemplo. Me parece que el dilema que confrontamos va más a fondo y tiene que ver con la manera en que definimos actualmente nuestras posturas ideológicas.
La izquierda ahora experimenta cambios profundos en términos de lo que percibía durante mi juventud como un proceso de cambiar el sueño socialista de una hermandad internacional por otro de proteccionismo antineoliberal, apropiándose de paso del ambientalismo que alguna vez fue terreno de los más poderosos (no olvidemos que el crimen de Robin Hood consistió en cazar ilegalmente un ciervo en la reserva natural del rey). Pero ojo: estos desplazamientos pueden volver a ocurrir de una generación a otra. Valores que defendía Michael Moore en mi país natal como izquierdistas en su primer documental parteaguas, Roger and Me, ahora se han vuelto esencia del trumpismo de extrema derecha, como por ejemplo estar en contra de los tratados internacionales, o el antimexicanismo implícito en Make America Great Again.
En nuestro gremio cultural, el debate ruge aún entre lo políticamente correcto, que nace de un intento de nivelar la cancha para que haya una mayor participación de todos aquellos que no sean hombres blancos —con lo cual no puedo sino estar de acuerdo—, pero que a la vez ha desembocado en una censura moralina que sólo puede considerarse de derecha. También está latente la cuestión de si la cultura debe ser rentable: una posición sostenida por el odioso pensamiento neoliberal que, no obstante, ha aportado ideas que no deben rechazarse de entrada, como por ejemplo el hecho de que el turismo se construye sobre la base de la riqueza cultural, o que la gastronomía mexicana debe considerarse como alta cultura. La bola curva que nos ha lanzado internet, en lugar de esclarecer nuestra perspectiva, ha enturbiado las aguas, alterando hasta los sistemas editoriales, académicos, museográficos que antes regían las artes con una estabilidad parnasiana. Tanto nuestros problemas conceptuales como nuestra subsistencia se encuentran en un estado de fluctuación extrema, lo cual complica tomar una postura firme.
En lo personal, me resulta útil reconocer como conservador cualquier impulso platónico de perfeccionar la cultura al servicio del Estado, mientras que el impulso aristotélico de lo catártico, de defender lo mimético y rítmico de la poesía por ser lo que nos define como humanos, significa libertad y, por ende, es liberal. Mi preocupación central con el futuro de la cultura bajo López Obrador —después de haber votado por él con los ojos abiertos— sería justamente que fuera condicionada a promover una nueva identidad nacional, a pesar de que reconozco la utilidad y hasta la necesidad de fomentar dicha identidad.
Nací en otro país y soy multidisciplinaria. Por ende, como artista, o más bien como ser humano, no puedo evitar escribir y pintar y fotografiar y actuar y manifestarme en contra de las fronteras, sean cuales sean éstas.
Hace casi un siglo, la división central de la cultura en México fue de los muralistas nacionalistas contra los Contemporáneos. Hace unas décadas, la brecha se marcó entre los que apoyaban el régimen de Fidel Castro después del caso Padilla, y los que no. Por ser extranjera de origen y por creer en la libertad de expresión, ante todo, inevitablemente me hubiera quedado en ambos casos entre los últimos, no los primeros.
Todavía no se perfila el debate central de la cultura bajo la nueva izquierda. Pero debemos recordar que navegar fuera de la marea preponderante siempre nos queda como otra opción. Como señala Mikhail Bakhtin en su exploración seminal de la obra de François Rabelais, no debemos perder de vista la esencia de lo subversivo en el arte.
Si el mensaje siempre cuestionador, siempre renovador del realismo grotesco pudo aguantar el fuego de la extrema religiosidad autoritaria durante el medievo, pienso que debo confiar en que pueden también subsistir voces críticas desde el interior del movimiento de Morena en tiempos de izquierda.

