Ignoro cuándo adquirí mi primer ejemplar de Lecturas Mexicanas. De los volúmenes que ocupan una sección de mi biblioteca, la mayoría fue comprada en las librerías de viejo de la calle de Donceles. La visita a esos negocios es una obligación cuando quieres comprar más de un libro y el presupuesto no da para mucho. En aquellas excursiones conocí buena parte de la literatura mexicana que estaba fuera de la mesa de novedades o de las recomendaciones y los artículos que aparecían en los suplementos culturales de los noventa. Esa colección, junto con la serie Lectura Semanal de la SEP, coordinada por Paco Ignacio Taibo II, fue fundamental para lectores autodidactas como yo, que no pisaron la facultad de Filosofía y Letras. Para nosotros, el próximo libro a leer era el que estaba más a la mano y, por supuesto, a un precio accesible. Entre decepciones y afortunados descubrimientos se afina el gusto de un principiante. Pronto me di cuenta de que Lecturas Mexicanas es una especie de canon para académicos, lectores, autores y editores. Así, poco a poco, fui llenando mi librero con las obras emblemáticas de Paz, Revueltas, Fuentes. También pude leer a escritores desconocidos para el gran público, como Amparo Dávila, Guadalupe Dueñas y Jesús Gardea, entre tantos otros.
Uno de los libros fundamentales para mi conocimiento de la literatura y que encontré en esa colección fue La obediencia nocturna, del veracruzano Juan Vicente Melo (1932-1996). Perteneciente a la llamada Generación de Medio Siglo, el autor no tenía la atención de la que gozaban coetáneos suyos como Juan García Ponce, Salvador Elizondo o José Emilio Pacheco. A pesar de haber trabajado en la UNAM y ser director de la Casa del Lago en uno de sus periodos de más esplendor, su obra escueta pero poderosa tardó mucho en leerse con seriedad y aún sigue siendo desconocida para muchos lectores. Por supuesto, una de las razones por las cuales la obra de Melo no fue de consumo masivo fue su talante oscuro y, de alguna manera, provocador. Publicada por primera vez en 1969 por la Editorial Era, tuvo una segunda edición en 1987 al integrarse a Lecturas Mexicanas. Gracias a esta edición de 20 mil ejemplares La obediencia nocturna sorteó tres décadas hasta el 2017, cuando la editorial de la Universidad Veracruzana publicó de nueva cuenta el libro con otras obras del autor.
"Otro aspecto vital para entender la novela es la musicalidad. Ferviente melómano, uno de los pocos críticos musicales serios que ha dado el país, el veracruzano llevó la arquitectura del sonido a sus obras".
En La obediencia nocturna, el protagonista —un estudiante recién llegado a la Ciudad de México— comienza su historia recordando la muerte de Beatriz. El nombre de ella es, además de un recurso intertextual con el poema de Dante, un motivo para ahondar en la pérdida. Si en La divina comedia hay una redención última, en la novela de Melo no hay un escape a la luz. Beatriz no es el final sino el punto de inicio, la entrada a un laberinto de muros invisibles. Como en el ejemplar cuento de Borges, en el que un rey se venga de otro dejándolo en la mitad de un desierto, el personaje de Melo se pierde en la expansión continua de la ciudad y sus múltiples recovecos. No hay escape porque la salida no existe.
Otro aspecto vital para entender la novela es la musicalidad. Ferviente melómano, uno de los pocos críticos musicales serios que ha dado el país, el veracruzano llevó la arquitectura del sonido a sus obras. Es probable que algún lector poco perspicaz no alcance a percibir esta intención en sus narraciones y se quede con una noción de anarquía en la selección de palabras y frases. Como si fuera la transcripción literaria de una sinfonía, la historia es, en realidad, un gran leitmotiv literario que pronto descubre su vocación musical. Hay una especie de tema principal y, alrededor de él, se disponen pequeñas variaciones que contribuyen a profundizar la trama y la experiencia de lectura. Hay un juego constante con frases que van y vienen, a veces con algunos cambios, como si estuviéramos ante un déjà vu interminable. La repetición constante crea la sensación de estar en un mismo lugar, atrapado.
Una de las anclas para que La obediencia nocturna no se pierda en lo inverosímil es la posición siempre frágil del narrador. Melo sabe muy bien que la primera persona aporta lo confesional. El mundo trastornado en el que nos sumergimos siempre es visto a través de la lente de un muchacho que, poco a poco, empieza a perderse en múltiples realidades, pero en el que siempre creemos. Otro aspecto completamente moderno de la novela es, además de la ambigüedad, la crisis en el narrador, un narrador que discute consigo mismo, se rebela contra su versión de la historia, metamorfosea hechos como cuando visita su infancia y recupera el recuerdo del perro familiar, un perro que —como un animal chamánico, una especie de alebrije— se transforma en un perro-tigre, una bestia al inicio solidaria y que, muy a tono con la pesadilla que estamos leyendo, se vuelve enemigo que ataca y al que hay que darle muerte. La habilidad del autor para no caer en escenarios exagerados o inverosímiles es considerar, en todo momento, el lenguaje como constructor de un estado de ánimo, el protagonista, y no el simple medio para la anécdota o peripecia.
A menudo descubro reminiscencias de la obra de Juan Vicente Melo en la línea de un cuento o el párrafo de una novela que estoy escribiendo. No hablo, por supuesto, de una trama o anécdota similar. Me refiero a la intención de la escritura. Narrar desde la incertidumbre, tratando de explorar, desde mi biografía, los resquicios de la condición humana, es lo que me vincula con La obediencia nocturna y con el ejemplar de Lecturas Mexicanas que atesoro desde hace mucho tiempo.

