El complot mongol, de Rafael Bernal

Foto: larazondemexico

No es la primera vez que escribo que mi encuentro con El complot mongol, de Rafael Bernal, allá a finales de los noventa, marcó un antes y un después en mi experiencia como lectora. Había estudiado comunicación, trabajaba al mismo tiempo en un semanario de izquierda y en la radio pública, y creía en la función social de los medios y del arte, sobre todo del teatro del que era diletante.

Me gustaba leer y escribir, pero de literatura sabía muy poco. Las librerías en mi pueblo escaseaban y, en las que había, novelas, antologías de cuentos y poemarios se perdían entre una gran oferta de libros esotéricos, manuales de autoayuda y recetarios de cocina. Las opciones eran pocas y excedían mis precarios ingresos, así que las librerías no eran lugares que frecuentara. La mayor parte de lo  que leí en esa época, lo confieso, lo leí en fotocopias.

El complot mongol no lo encontré, pues, en una librería, sino en un puesto de revistas a la entrada de mi colonia (entonces era común que se editaran títulos en grandes tirajes y se distribuyeran a precios mínimos a través de esos expendios). Lo compré porque estaba barato, en aquel entonces mis adquisiciones respondían más a la necesidad fetichista de “tener un libro” que a un gusto literario definido, la única condición real era que pudiera pagarlo.

Comencé a leerlo en el camión, mientras me trasladaba de mi casa a alguno de mis trabajos, y allí comenzó el resto de mi vida. Lo primero que me sorprendió fue el lenguaje. Acostumbrada por obra y gracia del boom latinoamericano a relacionar lo literario con la búsqueda de la belleza, el uso exquisito de las palabras, las metáforas y los símiles, esa otra manera de decir las cosas que sólo logran los grandes escritores (en la literatura no importa qué se dice, sino cómo se dice), que encontrarme con un autor que repartiera pinches a diestra y siniestra me resultó, primero, sumamente divertido.

Pero los que verdaderamente me volaron la cabeza fueron el personaje y la historia: Filiberto García, un fabricante de muertos designado por  el pinche gobierno para desarticular un pinche complot, presuntamente fraguado en la pinche Mongolia Exterior, para asesinar al presidente de Estados Unidos en territorio mexicano, con ayuda de los pinches chales que operan en el Barrio Chino de la Ciudad de México.

Con Filiberto García (que además se llama como mi abuelo paterno), estaba por primera vez, no frente a un personaje literario, sino frente a un  hombre de carne y hueso, que me parecía tan posible como el Chante Luna o Simón Blanco, los matones de la costa guerrerense (a los que también contrataba el gobierno para deshacerse de sus indeseables sin que quedara registro), cuyos corridos me cantaba mi madre de niña para arrullarme. Me emocioné. Todavía me emociono.

"Esa novela definió mis gustos literarios; como lectora comencé a buscar a estos personajes que decidían arrojarse como barras de hierro contra la maquinaria".

En cuanto a la historia, hasta ese momento había leído —que tampoco era mucho y lo simplifico al extremo—, relatos de grandes amores que tenían que sobreponerse a los conflictos existenciales de los protagonistas e, incluso, a las terribles condiciones sociales en las que estaban inmersos, lo mismo en medio de las sangrientas dictaduras latinoamericanas que en las cruentas luchas por las libertades en los países europeos. Pero ahí estaba, el amor como tema central, haciendo que nos preguntáramos si su consumación sería posible y de qué serían capaces los enamorados para estar juntos.

En la novela de Rafael Bernal no. Por más que todos los que hemos leído El complot mongol recordemos a Martita como una parte entrañable de la historia, lo que está en juego ahí no es el amor, sino el abuso de poder. Marta Fong intenta escapar de la relación de sometimiento a la que la tiene sujeta su patrón, el chino Liu, por eso acude a Filiberto. Él se cuestiona todo el tiempo por qué no la viola de una vez, como sí hizo con otras mujeres durante la Revolución, por qué le hace a la telenovela Palmolive; es decir, Bernal nos muestra que Filiberto (lo mismo que el General en la milicia y que Rosendo del Valle en el terreno político) ha naturalizado el abuso del poder.

¿Por qué, entonces, nos encariñamos tanto con Filiberto García? Porque en el momento presente, el de la novela, a pesar de su historia, de sus propias creencias como hombre curtido en las luchas revolucionarias, como cínico matón a sueldo al servicio del gobierno, que se codea con agentes secretos de Rusia y Estados Unidos; en el momento presente, decía, pese a que está en posición de abusar de Marta Fong sin sentir por ello el más leve cargo de conciencia, pese a todo eso, decide no hacerlo y, por si fuera poco, decide después enfrentarse contra aquellos que abusan del poder.

Puedo decir ahora que la lectura de El complot mongol definió mis gustos literarios, de Filiberto García pasé a Héctor Belascoarán, de Belascoarán a Philip Marlowe y a Sam Spade; como lectora comencé a buscar a estos personajes que a pesar de tener el fracaso asegurado decidían arrojarse como barras de hierro contra la maquinaria.

En 2005, en Puebla, comencé a tomar talleres literarios. Filiberto García y El complot mongol han sido, desde entonces, mi faro; en 2007 inicié la maestría en literatura mexicana, hice del detective mi tema de tesis; en 2016, ya de regreso en Acapulco, comencé el Festival de Narrativa Policiaca y Criminal.

Si creyera en el destino (todo lo que pasa ya estaba destinado a suceder), creería que el encuentro de un libro en un puesto de revistas fue el primer acto de la providencia para todo lo que sería mi vida; como no creo, me parece que soy el resultado de una política exitosa de socialización de la lectura.

¿Cuántos de nosotros, los que no crecimos en la Ciudad de México, los que no podíamos aspirar a una biblioteca pública bien surtida, le debemos nuestro encuentro decisivo con un libro a colecciones como Lecturas Mexicanas, impresas por millares en papel barato, que llegaron a nosotros a través de un puesto de revistas o, todavía más barato, de una mesa de libros de segunda mano? Ojalá sea cierto que las historias se repiten y eso, libros baratos por todos lados, al alcance de todos, esté destinado a volver a ocurrir.