En los años anteriores a la guerra contra el narco, Monterrey era una fiesta. Interminable, acuciante, desaforada. Un paraíso para los insomnes, para los amantes de los excesos, para los perdularios aficionados a pagar por caricias. El esplendor de su vida nocturna competía con la de otros epicentros de la diversión para adultos como Tijuana o Ciudad Juárez. Practicar una inmersión en sus madrugadas tenía las mismas implicaciones que hacerlo en un océano: entre más profundo llegabas, la oscuridad se volvía más pronunciada, y justo en el mero fondo se encontraba el lugar más underground de la zona metropolitana: el Güicho’s Bar.
LA OFERTA DE LA VIDA NOCTURNA del Monterrey de entonces, hoy se antoja improbable. Teibol dance, “salas de masaje”, bares gay, lugares para bailar, cantinas con música norteña en vivo y en general cuanto giro negro se haya inventado, todo un perímetro que se concentraba en la calle de Villagrán y en ciertos puntos de las avenidas Madero y Colón. Realizar un peregrinaje por aquel circuito era una experiencia abrumadora. Sobraba el entretenimiento al punto de que no sabías por dónde comenzar. A diferencia de lo que ocurre ahora, que lo que continúa en pie son las ruinas de aquella era dorada. La libertad y el libertinaje se fundían en un apasionado beso negro. Podías zambullirte en las entrañas de esa noche sin miedo a arriesgar la vida.
La droga era baratísima y de estupenda calidad.
Todavía faltaban algunos años para que la violencia resquebrajara ese parque de diversiones para adultos que era la noche regia.
En aquellas expediciones podías perderte o encontrarte, según sea el caso, durante tres noches y la diversión jamás se agotaba. Podías comenzar en el extinto teibol El Infinito. Un edificio enorme que albergaba tres pistas y contaba con más de ochenta chicas por noche. Después podías cruzarte al Givenchy’s, que, si bien no fue de los pioneros en las cabinas, sí fue uno de los que mejor las explotaron. Por un arreglo entonces asequible, las chicas ofrecían sexo en esos cubículos improvisados. Pero si de sexo barato se trataba, nada como las “salas de masaje”. Podías conseguir un acostón por la raquítica suma de 150 pesos. Si querías cambiar de aires, podías caminar unos pasos y entrar al Sabino Gordo a escuchar música norteña.
En medio de todo ese banquete, los bares gay coexistían de manera natural con el comercio hetero. Pero, a diferencia de los otros antros, internarse en algunos de ellos sí entrañaba un riesgo. Ubicado en la esquina de Colón con Colegio Civil, se ubicaba el Wateke, entonces distinto al templo de la diversidad que existe hoy. En sus inicios no era el monstruo de dos niveles en que se convirtió a lo largo de los años, era una cantina chiquitita con las letras de Carta Blanca pintadas en la fachada. No era ni mucho menos el refugio de la comunidad del presente. Un día a las seis de la tarde podías toparte con un gay inhalando Resistol 5000 mientras mareaba una caguama. O a otro gay haciéndole sexo oral a alguien en la puerta de entrada abatible. O, con toda la tranquilidad del mundo, alguien podía aproximarse a ti y sacarte una navaja para atracarte delante de toda la clientela.
El Wateke se modernizó y se ha convertido en una atracción turística con la misma aura de prestigio
que los pilares identitarios típicamente norestenses
como los Rey del Cabrito. A unos pasos de ahí se ubica el Güicho’s Bar, un sitio lúgubre y maloliente en el que la palabra decadente encuentra su mejor definición. Contrario a lo que la lógica debería dictar en este caso, no se encuentra en un sótano oscuro. Al contrario, está en las alturas. A la vista de todos, pero oculto, llegas a él subiendo una escalera. No corrió con la suerte del Wateke: nunca se reformó. Su aura maldita sigue intacta hasta nuestros días. Definitivamente no es un lugar para foráneos, ni tampoco para no iniciados. Se trata de uno de los territorios más sórdidos de Monterrey.
Ruth Rodríguez se instaló con sus cámaras en el Güicho’s Bar durante varias noches. Como una parte más del mobiliario, para romper con la pose ensayada, levantó un registro, acaso inconmensurable, de un grupo de travestis en su zoológico doméstico. Al no resultar atractivo para el gay promedio, el Güicho’s Bar se convirtió en un bunker para las vestidas. Su clientela se reducía a los travestis que acudían a emborracharse después de hacer la calle, a mayates y almas perdidas. Ruth Rodríguez tuvo que camuflarse en una de estas últimas para lograr extraer la incuestionable intimidad de sus imágenes. Porque algo queda clarísimo al ver estas fotografías: para acariciar esta médula tienen que considerarte una oveja descarriada. Porque lugares como el Güicho’s Bar escupen al advenedizo. Expulsan al extranjero. Y no es que cierre filas a la primera, que puede hacerlo en caso de ameritarlo, sino que apenas llegas te invade el deseo de largarte. Pero si te quedas, vas a conocer a aquellos que aman a Dios a diario en tierra ajena.
Durante ciertas noches, Ruth Rodríguez se fundió con su objeto de estudio, pero sin el sesgo de lo antropológico, sino como una compañera más del naufragio. Entre los múltiples gestos que reflejan las fotografías, existe un aspecto que destaca de manera todavía más festiva, si cabe. Las imágenes poseen sonido. Evocan una multitud de músicas. Tanto aquella que vomita la rocola como la de las risas y las penurias de esta fiesta perenne que
no termina mientras todavía haya cerveza.
Al observar las imágenes uno puede escuchar la algarabía y la carcajada infinita que se esconde detrás de la catástrofe. De la noche trans de este lugar despojado por completo de simulacros. Son, propiamente dicho, vestidas de la Prehistoria, huérfanas del glamur que hoy empapa a la comunidad trans. Y en el movimiento capturado en las imágenes se intuye ese panteón sonoro que ha quedado para siempre congelado en la mirada de Rodríguez, ahora nuestra. Sus protagonistas, a los cuales no me atrevería a llamar personajes desde un enfoque pintoresco, viven en una filosofía que define la vocación trans por antonomasia: “antes muerta que sencilla”. Mientras el apocalipsis individual carcome el interior, estas chicas trans no dejaron el ritual sin incumplir.
Ni durante la guerra contra el narco ni contra la desolación que nos han deparado las décadas posteriores.
Como anuncia Ruth Rodríguez en sus apuntes, muchas de estas chicas han muerto. Y no de una causa natural. O, mejor dicho, de una causa natural a su circunstancia. Pero que no importa cuánto fueran violentadas: vivieron el picnic perpetuo de la condición trans. Como también lo hizo Rodríguez, quien las captó con toda la transparencia y la naturalidad de la que fue capaz. El resultado son estas sonoras memorias de un subsuelo instalado en las alturas llamado Güicho’s Bar.
*Texto que acompaña la serie Guicho’s Bar de la fotógrafa regia Ruth Rodriguez como parte de la expo colectiva Nuevo León: el futuro no está escrito exhibida en el Museo Marco de Monterrey hasta el mes de febrero del 2025.


