
PRIMERA PARTE
1
La casa está habitada por raíces y árboles. Una maleza verde y vivaz ha crecido con determinación entre las ranuras que dejó el concreto. En las baldosas del baño se asentaron toda clase de musgos y dientes de león florecidos decoran el suelo, alimentándose de una tierra lejana que reposa debajo del cemento. Enredaderas se han colado por las ventanas y las raíces de la araucaria del jardín fracturan el piso como si nunca hubiese existido allí una estructura de hormigón capaz de sostener la genealogía entera de una familia. Por eso sería una mentira, o al menos una expresión tramposa, asegurar que la casa está vacía. Mucho vive aquí. Naturaleza rebelde y abnegada; ésa es la forma que adoptó el paso de los años. Por eso, supongo, todas las luchas contra el tiempo son luchas contra la naturaleza.
Mis pies se anticipan a la nostalgia. Nunca creí que fuera a estar en este lugar en soledad; en esta casa donde no existía el silencio. Cada instante de esta mudez me pasma, es testimonio de que he vuelto, de que mi hermano ha muerto, de que nunca me fui.
Me decido a recorrerla de nuevo. Me tomaría más que la vida entera que me queda limpiarla, aniquilar todo lo que vive ahora y hacerla habitable. Incluso si lograra dejarla revestida de un impoluto cemento reluciente, remodelada a mi antojo, no estoy seguro de que alguien pudiera vivir aquí. Esta casa está llena de fantasmas y de muertos. Si cierro los ojos escucho los pasos de papá y veo su figura larga, su perfil griego, su cinturón apretado. Papá que también murió en este sitio y yo que tampoco pude verlo. Y esta casa, que es tumba, altar y ruina al mismo tiempo.
Paso por el que era mi cuarto. Lo que queda de la estructura de la habitación está llena de grafitis que seguramente pintaron los otros, de los que Pablo me escribió tantas veces. Yo sólo respondí a sus correos sobre este asunto en una oportunidad: “Por mí que la tumben, Pablo. Con lo que haya adentro”.
NO RECUERDO SU RESPUESTA. Aunque sé que es mi memoria orgullosa que ahora, justo en nuestro cuarto, decide omitir sus palabras. Porque soy yo quien recuerda. Recuerdo sus cartas mecanografiadas; recuerdo las mías. Recuerdo sus llamadas por cobrar. Recuerdo cuando nuestras epístolas se convirtieron en correos electrónicos, e incluso sus whatsapps esporádicos. Él y su obsesión por mantener esta casa como un museo de nuestra propia tragedia. “¿Para qué?”, le decía yo.
Vino hasta un chamán que me hizo unos rezos. Lo trajo la tía Chela a escondidas de papá, que jamás habría hecho nada que no autorizara la Iglesia. Pero no mejoré
“¿Para que en muchos años vengan arqueólogos a investigar nuestra miseria?”. “Usted siempre va a ser un exagerado, Juan Francisco. Un doliente. Le encanta decir allá que usted es una víctima de todos nosotros. ¿Qué le hicimos que es tan horrible, tan imperdonable?”, me respondía él, y ahí yo dejaba de hablarle. Así pasaban los meses, a veces los años, hasta que una noticia de vida o muerte me obligaba a retomar el contacto.
Después de los otros vino el abandono. Una casa abandonada es una mezquindad. Si cierro los ojos en este cuarto, puedo recuperar el olor de los jazmines rosados en el verano. El aroma intoxicante de los días de todavía más calor. Se me vienen a la memoria los años de las fiebres altísimas. Yo en cama, sin que nadie supiera qué tenía. Ardiendo de un fervor que me hacía delirar. Debía ser verano porque todo olía a jazmines. Estaba postrado, con el cuerpo juagado en un sudor frío. Venía un médico que decía palabras que yo no entendía, y papá salía por la puerta de mi cuarto con su inmensidad. Vino hasta un chamán que me hizo unos rezos. Lo trajo la tía Chela a escondidas de papá, que jamás habría hecho nada que no autorizara la Iglesia. Pero no mejoré. Las fiebres siguieron, más intensas, amenazando con desintegrar mi cuerpo escuálido y enfermizo.
Vino el cura a bendecirme. “Debe ser la voluntad de tu mamá”, me dijo, y llegó a darme los santos óleos en la frente. “Si Dios así lo quiere, hijo mío, tendrás queirte”. El tío Pacho, a quien teníamos que referirnos como padre Francisco, me bendijo y yo cerré los ojos con la ilusión de que al abrirlos estuviera mi madre esperándome, con su abrazo tibio. Los apreté tan fuerte que sentí que me desmayaba de una vez. Que ésa era la muerte y que mamá, que me había amado tanto más que a mis hermanos, que me había deseado tanto, había decidido que me fuera con ella.
