En el año 1993 fui a buscar trabajo a Estados Unidos. Viví por allá como indocumentado cuatro años entre Nueva York, el Bronx, y varios suburbios cercanos al norte en el estado de Connecticut. No tuve que sortear penosos obstáculos para obtener mi pasaporte y visa, pese a los trámites de la lenta burocracia de ambos países y las medidas de seguridad en la embajada gringa, ubicada en aquellos años en Reforma. Había una larga fila a lo largo de la avenida y unos coyotes ofrecían agilizar los trámites y rentaban huacales y sillones plegables para apartar lugares. Pagué cincuenta pesos para poder pasar el resto de la madrugada tomando café en un Vips lleno de gays en la esquina de Florencia y Reforma.
Me dieron una visa de turista por seis meses. Mi única preocupación hasta entonces era pagarle a mi hermana Hilda, en dólares, el préstamo que me hizo para comprar el boleto de avión. Lo envió en una carta que envolvía el efectivo, no recuerdo cuánto. Ella vivía en el Bronx y me había ofrecido desde años atrás llegar con ella y reiniciar mi vida, sobajada por la situación en México. Yo era uno de los millones de compatriotas despojados cada sexenio. El 1 de enero del año siguiente a mi partida yo estaba paleando nieve en las entradas de residencias de suburbios ricos cuando surgió en las selvas chiapanecas el levantamiento armado llamado Frente Zapatista de Liberación Nacional, armado con fusiles de madera y tipo de feria para luchar contra un ejército profesional, un movimiento que no logró mover la conciencia de las mayorías en este país podrido.
La historia de mi familia es sólo una de tantas historias de resistencia contra el gobierno, pero jamás llevamos la etiqueta de luchadores sociales ni de ser parte del “pueblo bueno”. Hasta la fecha no sabemos distinguir quién es quién.
A finales de los años sesenta del siglo XX, mi padre, de 43 años, emigró como trabajador temporal indocumentado a Rosemberg, Texas. Lo contrataron de capataz de un taller de joyería. El dueño, “el señor Herford”, como le llamaba respetuoso mi padre, había venido a México a buscar joyeros capaces y en todos lados del gremio destacaba el nombre del “maestro Lucio”, que en aquellos años tenía un modesto taller en la calle de Palma, hasta el día de hoy zona de joyeros y coyotes, en el Centro de la Ciudad de México.
Rosemberg sigue siendo un pueblo pequeño con aproximadamente 35 mil habitantes. Casi no había negros, decía mi padre. El señor Herford era otro de los judíos que había conocido en el negocio de la joyería artesanal. Como algunas otras personas que conoció a lo largo de su vida, Herford era marrullero, pero a diferencia de otros patrones del tipo, pagaba a tiempo, algo raro entre nuestra cultura. A mi padre le tenía respeto gracias a la calidad de su trabajo a mano diseñado con un bolígrafo Parker de tinta azul sobre papel blanco de un cuaderno Ideal.
Herford llegó a México por recomendación del señor Gilabert, otro judío adinerado de origen catalán radicado en México y que se dedicaba a las alhajas. Mi padre hizo negocios con él durante muchos años. Hacer negocios es un decir ya que a mi padre siempre lo estafó aprovechando el complejo de inferioridad del mexicano promedio ante la gente de tipo criollo. Cabezón, muy alto y delgado, Gilabert hablaba no sé si en catalán o judío con sus paisanos en presencia de sus trabajadores fijos o independientes como mi padre; Gilabert decía sentirse muy mexicano con su sonrisa de caballo mañoso. Tipos como él prácticamente extinguieron al gremio de los joyeros artesanales al reclutar aprendices empobrecidos para maquilar joyería.
Durante su estancia en Estados Unidos, mi padre nunca se quejó de las condiciones de trabajo, ganó buen dinero, a petición del mismo señor Herford reclutó a más joyeros mexicanos conocidos suyos que terminaron por instalarse con sus familias en Rosemberg y otros poblados cercanos a Houston. Hasta donde sabemos vivían contentos y prósperos. A veces venían a rendirle sus respetos a mi padre. Se les notaba la prosperidad en el atuendo y en las camionetas Van equipadas que estacionaban fuera de nuestra vivienda de Infonavit.Con mi padre hacían lo que más les gustaba y evitaban en su nueva residencia: ponerse bien pedos y fanfarronear. Hablaban de los gringos como deidades. Les decíamos “pochos” por su estilo de vida y por hablar español como gringos. Esas familias ya no tenían que cuidarse en Estados Unidos de la implacable vigilancia de la “migra”. Estaban agradecidas por la oportunidad de vivir en aquel país y de dejar para siempre el nuestro. Aquí es casi imposible progresar con un trabajo honesto.
A través de un anuncio bilingüe en el periódico que solicitaba un repartidor a domicilio, una semana después ya había conseguido trabajo. Era un restaurante italiano a unos metros del MOMA
POR ORDEN DEL SUPREMO Chucky de Estados Unidos, el gobierno mexicano ha reforzado la militarización de la frontera, del mismo modo en que ya lo hizo en la mayor parte del país. De un modo u otro, trabajamos para Estados Unidos sin garantías. Ningún migrante quiere regresar a México, aunque corra peligro o le pese la nostalgia. No es una gracia que a esta diáspora se le llame heroica por mantener a flote la economía mexicana con el envío de divisas.
Mis padres rechazaron el ofrecimiento de Herford y otro de sus socios que alguna vez nos visitaron en nuestro domicilio en la colonia Juárez. Mi madre preparó una comida espléndida gracias a los dólares que enviaba mi padre. Sus patrones le habían ofrecido residir definitivamente en Houston y montar una fonda mexicana con mi madre a cargo. Proponían que se llevaran poco a poco a toda la familia, primero a sus dos hijos menores. La excusa para negarse fue mi acta de nacimiento. Uno de mis apellidos venía mecanografiado con C y no con S. No nos dieron el pasaporte de familia. Ahí está la foto requerida donde aparecemos mirando a la cámara mi madre en medio, mi hermano menor sentado en sus piernas y yo detrás de ella como enanoguardaespaldas de nuestro destino. Mis padres no hicieron nada para corregir el error mecanográfico en el Registro Civil. “Por algo será, por algo será”, repetía mi madre como si Dios nos hubiere prevenido del American Dream.
Mi hermana Hilda migró en 1990 luego de su separación con su marido. Tenía alrededor de treinta años y tres hijos. Ellos se desperdigaron en Europa a través de becas y casándose con extranjeros. Hilda rehizo su vida a su modo y nunca le faltó trabajo. Ahorrativa y tenaz, también era mañosa y conocía bien el ambiente de los migrantes indocumentados como ella. Llegó al Bronx gracias a una amistad suya, Rose Viggiano, descendiente de italianos que trabajaba como directora de un bachillerato gubernamental de arte en Manhattan. Se conocieron en Guanajuato en una expo de pinturas y esculturas de Rose, recomendada por Luis, el ex marido de Hilda, también artista plástico y maestro de San Carlos. De los tres no se hacía uno, pero esa es otra historia.
Dormíamos en la misma habitación. Amplia, aireada y con una gran ventana con vista a la Alexander Avenue, muy movida día y noche, a una calle había una estación del metro y un viejo baresucho irlandés. Era una casa antigua de tres pisos de ladrillo rojo. Por la calle circulaba la migración indocumentada: caribeños, africanos, latinoamericanos. Muchos mexicanos.
Hilda y yo hacíamos cada quien nuestra vida, trabajando la mayor parte del tiempo. En ocasiones, nuestro único día de descanso era el domingo. Yo lo aprovechaba para beber cerveza Colt 45 en la amplia y confortable estancia con comedor, amueblada con muebles antiguos y bien cuidados. Había acceso a un patio trasero y un estudio en el sótano. Era un proto Airbnb. Los inquilinos de las otras dos habitaciones eran Rose y su novio, y su asistente Silvia Parker.El hijo de Rose, William, recién casado con una joven proveniente de Wyoming, llegó a vivir al estudio del sótano. Yo vivía entre gringos progres de tercera o cuarta generación de migrantes de Italia y Polonia. Buena parte de esta experiencia la narro en mi novela de no ficción Por amor al dólar, publicada en 2006.

Hilda me ayudó en todo mientras me adaptaba. Sentía temor a lo desconocido, la deportación no era algo que me preocupara. A través de un anuncio bilingüe en el periódico que solicitaba un repartidor a domicilio, una semana después ya había conseguido trabajo. Era un restaurante italiano a unos metros del MOMA, en lacalle 43, el corazón de Manhattan. La plaza estaba cubierta y me ofrecieron otra como pinche de cocina.
Terminé preparando ensaladas y decoraciones para postres en una de las estaciones de la cocina al mando de un poblano majadero. Éramos unos veinte empleados, la mayoría, mexicanos, había uno que otro centroamericano y un gringo que no hacía nada. Nadie lo molestaba por temor a que se quejara en la oficina de empleos. De los demás, el único que no tenía sus “chuecos” (Green Card y Social Security Number falsos) era yo. Los conseguí sin problema a través de un salvadoreño que a eso se dedicaba como “side job” por doscientos dólares.
Sólo en un par de ocasiones me los pidieron para contratarme.
DURANTE CUATRO AÑOS tuve todo tipo de trabajos físicos y extenuantes con jornadas de hasta doce horas sin descanso. Me movía por todas partes en transporte público y después también en un auto usado que compré, indispensable para moverme enel área de Greenwich y Norwalk, en Connecticut. Salvo en tres ocasiones en que me detuvo la policía por manejar borracho, los agentes de migración nunca me acosaron.
Todo ha cambiado el día de hoy. Estados Unidos es mucho más agresivo.
Mi trato con los gringos era bajo un acuerdo conveniente para ambas partes. Me pagaban bien y yo cumplía con eficiencia. Aprendí inglés en cursos nocturnos en un CommunityCollege en Norwalk, Ct. Fue una odisea de trabajo ilegal que me llevóa mis límites de resistencia. Vivía en un ambiente de migrantes desconfiados y poco solidarios. Eran muy celosos de que un gringo nos diera un trato justo o amable. Se desquitaban mofándose, discriminando a sus iguales y metiéndose el pie entre ellos. Mis peores experiencias fueron con ellos, incluida mi hermana. Al paso del tiempose convirtió en mi enemiga porque me negué a casarme con una puertorriqueña por cinco mil dólares para así alejarme del despiadado ambiente de los “chuecos”, explotador y discriminatorio. Como si en nuestros países no lo hubiera.
Nos sentíamos solos y nostálgicos.Pero ahí seguíamos, amarrados a los dólares y sin garantías de nada. Si sientes dolor en el cuerpo, úntate los dólares, me aconsejaba un puertorriqueño que trabajaba conmigo en un campo de golf.

Estados Unidos es un país malagradecido. No respeta su origen. Su historia está marcada por el exterminio y la violencia raciales. No se necesita ser un experto en el tema. La cultura popular gringa tiene millones de ejemplos sobre su xenofobia y racismo.
Me entero que ahora hay una recompensa de mil dólares por denunciar a un migrante ilegal, preferentemente latinoamericano. El delito es “invasión ilegal por parte de un extranjero ilegal”. Mi hermana y mucha gente más que conocí lo hubiera hecho incluso gratis.
Vivimos la era de la criminalización global.
Hoy en día se calculan alrededor de catorce millones de migrantes indocumentados en Estados Unidos.
Es un llamado a la rebelión. Una huelga general. Que nadie trabaje ni consuma nada de productos de almacenes, tiendas y franquicias gringas.
Quédense en su casa, que la migra haga todo el trabajo. Brazos caídos. Resistencia pacífica.
Me entero que ahora hay una recompensa de mil dólares por denunciar a un migrante ilegal, preferentemente latinoamericano
Que el gobierno mexicano lega-lizara ciertas drogas bajo criterios y vigilancia de organizaciones internacionales especializadas e independientes, ayudaría más que militarizar el país y sobre todo, las fronteras. Que abra una encuesta nacional como las que organiza para legitimar sus medidas. Ya lo dijo el presidente colombiano: una raya de coca es menos dañina que un whisky. Va a tono con el reciente decreto de Trump de volver a permitir el uso de popotes de plástico.
México podría aplicar aranceles por la exportación de drogas y si se niega el Chucky Supremo, suspensión indefinida de envíos.
Los polleros sin novedad en el frente. Nada impide la extorsión y abusos contra los migrantes que cruzan la frontera norte.
Nunca saldremos ganando la guerra xenofóbica contra las drogas.
COMO MILLONES DE MEXICANOS aquí y allá, en lugar de responder de manera efectiva al gobierno del Chucky Supremo, nos pusimos a disfrutar el Super Bowl LIX, el domingo 9 de febrero. Es la joya de la corona del imperio. El aguacate no tiene aranceles para acompañar el espectáculo. El más visto en la historia. Como corresponde a la altura de un genio precoz y ganador del Pulitzer, Kendrick Lamar cantó y bailó durante trece minutos en el medio tiempo. En algún momento hizo un dueto con Solána Imani Rowe, conocida como SZA, para interpetar “All the stars”, un tema de Black Panther, una película de Marvel que no tiene nada que ver con el movimiento racial afroestadunidense de los años 60 del siglo XX. Serena Williams bailó “Crip”, al estilo hiphopero popularizado por Snoop Dog.
Las tres celebridades lucieron una imagen que presumía una opulenta adolescencia tardía. Samuel Jackson, con voz a la Marsellus Wallace en Pulp Fiction, fue el maestro de ceremonias disfrazado de Tío Sam negro. Con esto el show pretendía cubrir su cuota de irreverencia contestataria. Y seguro lo fue para los millones de personas que aborrecen el fascismo trumpista globalizado, pero que no se reflejó en las elecciones presidenciales ni en el avance aplastante de la derecha populista en todo el mundo.

En el Super Bowl no hubo una sola muestra contra la política del Chucky Supremo. Los miembros de la sociedad estadunidense se desprecian entre sí, sin importar razas, culturas y orígenes. Hay jerarquías raciales ylos negros estadunidenses están en el segundo peldaño antes de la supremacía blanca. El existencialista multimillonario Lamar cantó su nuevo éxito musical dedicado a su rivalidad con Drake, otro rapero. La canción “Not like us” se ha convertido en un himno racial que obtuvo cinco Grammys en la reciente premiación, algo nunca antes logrado por un artista. La propuesta del rapero de moda está llena de simbolismos y guiños a la cultura negra urbana estadunidense, particularmente de Compton, barrio angelino de donde surgieron raperos legendarios. Su popularidad global se debe a redes sociales y a la habilidad de la industria del espectáculo de convertir la sedición en helado de McDonalds. Lamar alude a algunas referencias de la historia del esclavismo de los negros estadounidenses y poco más para llenarle el ojo a sus fans. Las redes sociales ahora están llenas de expertos, incluidos académicos, que explican e interpretan los banales mensajes cifrados. La conciencia social se ha vuelto un meme. Sin que haya pruebas, Drake es acusado de pedofilia y Lamar se burla de su antagonista por su identidad prefabricada. De pronto estos raperos me recuerdan a los jaraneros que se retan con coplas. En el hip hop se llama “diss tracks”.
La rebeldía negra a nivel de espectáculo está sobrevalorada, es autorreferencial. No le interesa gran cosa la discriminación ni los abusos policiales mientras no afecte a los de su raza. El movimiento político “Black Lives Matters” sólo les importa a ellos. Los afroestadunidenses son tan chovinistas como sus enemigos históricos que apoyan a Trump. “No son como nosotros”, canta Lamar, efectivamente, por eso no está en su agenda apoyar a los migrantes mexicanos y latinoamericanos. Su gran logro del black power, sobre todo a partir de la posguerra, es convertir en una potencia cultural global su diáspora forzada como esclavos.
Shakira, JLo o Peso Pluma, entre muchas otras celebridades “latinas”, ni se despeinan con el huracán de violencia contra sus paisanos.
En la sociedad del espectáculo, según Guy Debord, vivimos “el momento histórico en el cual la mercancía completa su colonización de la vida social”. Pero nada importa más que el show business, la maquinaria de los dólares funciona bien aceitada con Trump o sin él.
Para los deportados del mundo, las fronteras del infierno están abiertas siempre.



