Todos y pirotecnia, si lo ves venir, corre. Pero si ya están cerca, brinca

Con una tradición de 200 años en el arte de la pirotecnia, casi el 70% de la población del Estado de México se dedica a este negocio, que también ha sido sinónimo de tragedia. Pero, pese al peligro latente, el pueblo cohetero se siente orgulloso de celebrar sus fiestas, de exhibir su creatividad en sus enormes figuras de minotauros y dejarse encantar por los fuegos artificiales que bailan al ritmo de la música. La escritora y fotógrafa Gabriela Gutiérrez nos presenta una crónica sobre este espectáculo de temor y luces.

Todos y pirotecnia, si lo ves venir, corre. Pero si ya están cerca, brinca
Todos y pirotecnia, si lo ves venir, corre. Pero si ya están cerca, brinca Foto: Gabriela Gutiérrez

—Tultepec, pueblo mágico—, le digo a mi papá con voz socarrona por teléfono, mientras abordo el primero de cinco transportes para llegar hasta allá.

—¿No es ahí donde han explotado los polvorines en los mercados de cohetes?

—Sí, ahí mismo. Voy a la feria de la pirotecnia, hoy tocan los toros.

Mi papá, poco convencido de mi prudencia, me da una serie de recomendaciones para no ser alcanzada por los buscapiés: “Si los ves venir, corre, pero si ya están cerca, brinca”. Nos despedimos.

El metro avanza despacio, acalorado. Me paro en un rincón para repasar en mi teléfono las indicaciones para llegar hasta Tultepec. Buenavista, tren ligero, combi, taxi y listo.

Mientras el tren avanza, reviso en Facebook las recomendaciones para los visitantes a la feria: cuida tus pertenencias, divide el dinero en diversos sitios y no aceptes ayuda de desconocidos. En el grupo de fotógrafos las sugerencias son otras: llevar casco, lentes y una casaca ignífuga. “No pierdas de vista tu cámara”, dicen todos. No llevo ni casco, ni lentes, ni casaca; sólo una curiosidad desbordada y la intención de documentar la fiesta.

El taxista me pregunta a dónde voy. Respondosin saber si eso es bueno o malo, pero decido confiar.

—Nooo, cuídese mucho, se pone feo. Bueno, los toros son bonitos, pero la tomadera, la robadera y la corredera están peligrosas.

Toros y pirotecnia
Toros y pirotecnia ı Foto: Gabriela Gutiérrez

COMIENZO A PONERME NERVIOSA, pero he viajado por más de cuatro horas a no menos de 35 grados centígrados y estoy a nada de llegar. Regresar acobardada no es una opción. “Ningún marinero se hizo capitán en agua dulce”, me digo. Aprieto mi cámara, escondo mis pesitos y bajo del taxi lista para la acción.

Una vez en tierra desconocida, comienzo a caminar por las calles. Mentiría si digo que no tengo miedo. Nací en Iztapalapa, y aunque crecí en un apacible pueblito de Michoacán, vivo en Chalco, Estado de México. Sé reconocer un barrio rudo y este definitivamente lo es.

El ambiente es festivo: los puestos de micheladas y azulitos hacen retumbar las paredes al ritmo de tumbados, cumbias, reguetón y una que otra salsa. Avanzo en dirección de la multitud y, ya en medio de todos, comienzo a sentirme segura. Saco mi cámara y me dispongo a mirar con curiosidad, como quien mira por primera vez el mundo.

—La fiesta está dedicada a San Juan de Dios −me dice un hombre que baila mientras empuja un armatoste de no menos de cinco metros de altura, cubierto con papel maché y ataviado con cohetes por todas partes.

Ese día se quemarán 328 toros, pero antes recorrerán las principales calles del municipio. Familias, negocios, pandillas, todos enfiestados y valientes, se agrupan para pasear su toro. Los que observamos inevitablemente nos contagiamos de energía. Al son de la tambora, se nos escapan saltitos, chiflidos y gritos de algarabía. Para los tultepequenses, la pirotecnia es una forma de cercanía con la divinidad. Lo que para muchos es contaminación y ruido, para ellos es tradición, arte, trabajo honrado y cosmovisión.

Toros y pirotecnia
Toros y pirotecnia ı Foto: Gabriela Gutiérrez

EL ATARDECER ME ENCUENTRA fotografiando un enorme toro con trenzas. Lo construyeron las chicas de un instituto de belleza y lo nombraron Lola. El añil del cielo combina perfecto con el rosa de Lola y de las vestimentas de las mujeres que la empujan.

—¿Les puedo tomar una foto? −pregunto al tiempo que me posiciono frente a ellas y me agacho para capturar la magnificencia de las artistas y su obra.

Asienten, se acomodan y sonríen. Nos agradecemos mutuamente. Me retiro y ellas atienden al público que quiere ver a Lola girar.

Conforme me acerco al “toródromo”, un enorme terreno de 15 mil metros cuadrados, escucho por las bocinas: “Cuide sus pertenencias. Entrar a la quema es bajo su responsabilidad y riesgo”.

Veo a algunos colegas perfectamente equipados con casacas antifuego, cascos con caretas y lentes. Yo me aseguro de tener el lente adecuado, bajo las mangas de mi playera, amarro mis agujetas y me decido a entrar.

Llega el primer toro, pintado de rojo y negro. “No me voy a acercar tanto”, me digo. Lo encienden y, por instinto de supervivencia, apenas veo el fuego, corro en dirección contraria gritando: ¡Ahí viene el toro, ahí viene el toro! Todos a mi alrededor se ríen; yo me recompongo y también río.

Una multitud enardecida baila, salta y corre alrededor del toro. Bombas, petardos, buscapiés y tracas estallan. Hombres con el torso desnudo ondean sus playeras al viento. Los toros siguen entrando uno tras otro.

Voy perdiendo el miedo. No tanto como para entrar al punto crítico, pero lo suficiente para salir de la reja de seguridad. Me acerco, corro, salto, me río. Lo estoy disfrutando.

Todos y pirotecnia
Todos y pirotecnia ı Foto: Gabriela Gutiérrez

SOMOS EXTRAÑOS LOS HUMANOS, pienso mientras observo un proyectil disparado justo hacia mí. Nos excita el peligro. En un reflejo, alzo la cámara y siento el impacto. Como si tuviera un blanco en el abdomen, el petardo acierta justo en el centro. Duele y arde al mismo tiempo.

—¡Estoy herida! −digo dramáticamente mientras me abrazo a mí misma.

Me enderezo y reviso mi playera. Está chamuscada, pero completa. Me levanto la ropa y veo mi vientre enrojecido. Duele, arde, pero no va a matarme. Me cubro de nuevo y sigo disparando fotos.

No sé cuántos toros vi incendiarse, pero lo mismo que hay que saber persistir, también es importante saber en qué momento retirarse. Tomo un taxi. El hombre que me conduce pregunta:

—¿Qué tal los toros?

—Divertidos −respondo.

—A mí no me gustan −dice−. Son muy peligrosos, cada año hay un montón de quemados. Yo prefiero los castillos o los piromusicales.

Asiento con la cabeza y me digo a mí misma: El año que entra regreso, pero ahora sí con casco, casaca y lentes.

***

—¿No te dio miedo? −pregunta mi papá cuando le cuento la historia.

—Sí, mucho. Pero si sólo hiciera lo que no me da miedo, no saldría de casa.