Mario Vargas Llosa fue sobre todo un narrador. Un narrador insuperable. Sus novelas son entramados de situaciones y biografías que iluminan muy diversas historias. Lo mismo grandiosos episodios que estampas de la vida cotidiana, en ocasiones fruto de la investigación y el estudio y otras veces con una fuerte carga irónica o juguetona. Sus registros eran múltiples. Contar historias lo hacía con una destreza hipnótica y era difícil escapar de la seducción de su prosa. Pero fue también un ensayista polémico y certero. Su exposición resultaba nítida porque los instrumentos de la lógica, el buen decir, y la transparencia argumentativa siempre lo acompañaron. Enemigo de la opacidad que se piensa profunda o del lenguaje academicista que todo lo nubla, lograba no sólo ser inteligible en sus exposiciones, sino provocador y convincente. Se podía estar de acuerdo o no con él, pero la claridad de sus argumentos y la contundencia de sus razones no podían dejar de ser tomadas en cuenta. Un hombre ilustrado, deseoso de incidir en los debates de su tiempo.
NUEVA ÉPOCA
En uno de esos libros / ensayo 1 Vargas Llosa desmenuzó una metamorfosis profunda en eso que entendemos por cultura. Observó la erosión de aquel ideal en el que se formó su propia generación, entendiendo por cultura las mejores obras del quehacer humano (por supuesto,no se refería a la noción antropológica que concibe por cultura prácticamente todo, incluyendo los usos y costumbres de una determinada comunidad), para ser substituido por la “civilización del espectáculo”. Un cambio que quizá es imposible frenar o reconducir, pero del que había que dar cuenta porque estaba modificandode manera profunda las coordenadas de la vida en común.
Entendió en el sentido más amplio del término que cultura era “la reivindicación de un patrimonio de ideas, valores y obras de arte, de unos conocimientos históricos, religiosos, filosóficos y científicos en constante evolución, el fomento de la exploración de nuevas formas artísticas y literarias y de la investigación en todos los campos del saber”. Una definición general, amplia, pero que hacía alusión a un ideal: la cultura aspiraba a la superación, a la decantación y sofisticación del conocimiento y al desarrollo multidimensional de las artes. Eso, que se entendía en el pasado reciente, había dado un giro radical porque según Vargas Llosa, la sociedad había transitado hacia una cultura del espectáculo.
Lo que se estaba abriendo paso era una cultura de masas que deseaba y lograba que sus productos fueran accesibles a la mayor cantidad de personas posibles, con predominio de imágenes y sonidos, dejando en un segundo o tercer plano a la palabra. Era y es un fenómeno democratizador que dinamita las fronteras de la llamada alta cultura y cuyos productos llegan a personas antes segregadas. No obstante, el empobrecimiento de muchas de esas manifestaciones Vargas Llosa lo encontraba en su aliento, en sus pretensiones:
La diferencia esencial entre aquella cultura del pasado y el entretenimiento de hoy es que los productos de aquella pretendían trascender el tiempo presente, durar, seguir vivos en las generaciones futuras, en tanto que los productos de éste son fabricados para ser consumidos al instante y desaparecer, como los bizcochos…
Mientras las obras de aquella cultura trascendían a sus autores, decía Vargas Llosa, pensando en Tolstoi o Mann, las telenovelas, películas, conciertos, son por definición efímeros y deben ser exitosos, para lo cual están obligados a divertir. “La cultura es diversión y lo que no es divertido no es cultura”, parece ser la consigna de los nuevos tiempos. Se trata de una maquinaria de producción permanente forzada a transformarse de manera continua porque el mercado reclama nuevos y renovados productos. Y el criterio de evaluación es el éxito.
Lo que tiene éxito y se vende es bueno y lo que fracasa y no conquista al público es malo. El único valor es el comercial. La desaparición de la vieja cultura implicó la desaparición del viejo concepto de valor. El único valor existente es ahora el que fija el mercado.

Hay en el diagnóstico de Vargas Llosa una estela de nostalgia, de un mundo que se evapora, pero lo que desea subrayar es que en la nueva civilización del espectáculo los valores han sido trastocados, y ahora el entretenimiento preside la escala. Escapar del aburrimiento, divertirse, es el nuevo ideal. Por supuesto, dice, eso es legítimo, pero no carece de consecuencias, “la banalización…, la generalización de la frivolidad… el periodismo irresponsable de la chismografía y el escándalo”.
Se han borrado las fronteras entre cultura e incultura, decía, impulsado por un supuesto resorte democratizador para igualar a todos, para no discriminar a nadie, logrando únicamente que “la chabacanería, la impericia o la dejadez” ocupen un lugar destacado. Esa operación que algo debe a los antropólogos que con buenas razones postularon que todo era cultura, intentando respetar la especificidad de las muy diferentes manifestaciones humanas, sin embargo, ha construido un discurso incapaz de distinguir lo valioso de lo insulso o insignificante. Porque si todo es cultura, jerarquizar, juzgar, evaluar, se vuelve innecesario.
La literatura, el cine, las artes, se deslizan hacia lo light, “leves, ligeros, fáciles”, la crítica casi desaparece, se reclama el mínimo esfuerzo intelectual, y no es casual que la cocina o las modas “ocupen buena parte de las secciones dedicadas a la cultura”. Es la publicidad la que substituye a la crítica, la que modela gustos, sensibilidades y exigencias. Las imágenes hacen (casi) innecesario pensar, no es casual que la música se convierta en signo de identidad sobre todo entre los jóvenes y que los deportes sean el imán que atrae y canaliza las pasiones de millones de personas. Se trata de fenómenos masivos que modelan la vida de la mayoría, que le ofrecen “sentido”, pero no deja de ser una “cultura de superficie y oropel”. Mucho ruido y escasas nueces.
En paralelo, y retroalimentándose se ha introducido la noción de que toda autoridad es sospechosa y necesariamente repudiable. Una herencia de las rebeliones estudiantiles de fines de los sesenta. Se confunde el noble ideal antiautoritario, es decir, aquella pulsión que no acepta imposiciones caprichosas y arbitrarias con el desconocimiento y negación de toda autoridad, lo que provoca no sólo una igualación hacia abajo, sino la imposibilidad de establecer cualquier canon producto del conocimiento o de las destrezas creadoras. Todo, supuestamente, vale lo mismo.
Hay en el diagnóstico de Vargas Llosa una estela de nostalgia, de un mundo que se evapora, pero lo que desea subrayar es que en la nueva civilización del espectáculo los valores han sido trastocados
EL ESPECTÁCULO EN LA POLÍTICA
En ese ambiente, no resulta extraño el impacto de la civilización del espectáculo en la política.
En el pasado los políticos en campaña querían fotografiarse y aparecer del brazo de eminentes científicos y dramaturgos, hoy buscan la adhesión y el patrocinio de los cantantes de rock y de los actores de cine, así como de estrellas de futbol y otros deportes.
Vargas Llosa se cura en salud: no dice que algunas de esas “estrellas” no puedan aportar en la esfera de la política, pero llama la atención, con razón, que muchas de esas “celebridades” irrumpen en ese mundo no por sus iniciativas o ideas, sino por su visibilidad pública que se traslada mecánicamente a la política, con efectos devaluatorios para esa actividad.
Todos lo hemos visto: futbolistas, cantantes, actores, boxeadores, que apenas son capaces de tejer sujeto, verbo y predicado, pero cuya fama y visibilidad públicas los convierte en “candidatos atractivos” que acarrean votos. La emergencia de esos nuevos códigos de la política, dice Vargas Llosa, está eclipsando el papel de los intelectuales. Recuerda los roles que jugaron Sartre o Camus, Bertrand Russell o Moravia, Grass o Enzensberger, Ortega y Gasset o Unamuno, y señala que “en nuestros días, el intelectual se ha esfumado de los debates públicos”. Por supuesto, matiza. Hay excepciones. Pero se trata de acentuar un fenómeno de las dimensiones de una catedral:
La ínfima vigencia que tiene el pensamiento en la civilización del espectáculo… el empobrecimiento de las ideas como fuerza motora dela vida cultural. Hoy vivimos la primacía de las imágenes sobre las ideas.
Todo ello desemboca en una banalización de la política, invadida y modelada por la publicidad. Del universo de las ideologías, los diagnósticos y las propuestas al mundo de los eslóganes, las frases efectistas, los lugares comunes, y en el extremo, al circuito de gestos y ocurrencias.
La vieja tradición de la política como quehacer intelectual, de cotejo de doctrinas e ideas… ha sucumbido a la frivolidad universalmente imperante. [Apunta:] en las sociedades autoritarias es la política la que corrompe y degrada a la cultura, en las democracias modernas es la cultura —o eso que usurpa su nombre— la que corrompe y degrada a la política y a los políticos.
Ese diagnóstico no deja de contener una buena dosis de añoranza y de pasmo ante los nuevos vientos, pero no parece que sea reversible. Difícilmente podrán volver los tiempos idos. Pero sin duda es un fenómeno expansivo que tiñe al conjunto de la vida social, que no se circunscribe a una o dos actividades.
El cine, que, por supuesto, fue siempre un arte de entretenimiento, orientado al gran público, tuvo al mismo tiempo, en su seno… grandes talentos… [que] fueron capaces de realizar obras de gran riqueza, profundidad y originalidad… Nuestra época… privilegia el ingenio sobre la inteligencia, la imagen sobre las ideas… la banalidad sobre lo profundo… ya no produce creadores como Bergman, Visconti o Buñuel.
Los efectos especiales, dice Vargas Llosa, relegan a directores, guionistas y actores a un segundo plano. En el centro se coloca lo espectacular, lo “nunca visto”, y argumentos e historias pasan a un segundo o tercer plano.
Las artes plásticas se adelantaron a todas las otras expresiones de la vida cultural… estableciendo que el arte podía ser juego y farsa y nada más que eso…”. “Bajo la coartada de la modernidad, el experimento, la búsqueda… se documenta la terrible orfandad de ideas, de cultura artística, de destreza artesanal…
Y de los artistas no se valora el talento o la maestría sino “la pose y el escándalo”. Se produce un vaciamiento de intención para abrirle paso a la provocación insulsa, al recreo y la diversión más cercanos a las ocurrencias que a la reflexión que se ve, esta última, como un resorte del pasado, demodé.

FRIVOLIDAD
Se trata, escribe Vargas Llosa, de una época en la que destaca la frivolidad en eso que llamamos cultura. Y por ello ofrece su definición de esta nueva noción de cultura:
Consiste en tener una tabla de valores invertida o desequilibrada en la que la forma importa más que el contenido, la apariencia más que la esencia y en la que el gesto y el desplante —la representación— hacen las veces de sentimientos e ideas… Una manera de entender el mundo, la vida, según la cual todo es apariencia, es decir teatro, es decir juego y diversión.
Por ello mismo, los productos de la civilización del espectáculo suelen ser efímeros. No hay memoria, no se requiere, es una cultura de la novedad que se renueva como en una rueda de la fortuna que jamás deja de girar. Incluso, escribe, Vargas Llosa, esa cultura ha impactado la vida sexual. Por supuesto valora la “progresiva liberalización de los antiguos prejuicios y tabúes de carácter religioso que mantenían la vida sexual dentro de un cepo de prohibiciones”. Valora la erosión del machismo, las uniones libres, la reducción de la discriminación hacia las minorías sexuales. En contraparte, señala, también se ha dado una “banalización del acto sexual” que “se ha convertido en un deporte o pasatiempo”, que “no enriquece la vida sensible ni emocional ni estrecha la relación de la pareja”. Quizá exagerando demasiado escribió: “el erotismo ha desaparecido, al mismo tiempo que la crítica y la alta cultura”.
Da cuenta que en 2009 en alguna escuela en España se establecieron talleres de masturbación. Vargas Llosa no se escandalizaba, ni desplegaba un falso pudor, sino que decía que su “crítica era de índole sensual y sexual”.
Me temo que en vez de liberar a los niños de las supersticiones, mentiras y prejuicios que tradicionalmente han rodeado al sexo, los talleres de masturbación lo trivialicen… y acaben por convertirlo en un ejercicio sin misterio, disociado del sentimiento y la pasión…
Apuntaba, creo que con razón, que la masturbación no requería ser enseñada, que normalmente se descubre en la intimidad. Estaba, quizá sobra decirlo, a favor de desechar prejuicios sexuales de todo tipo, “pero no [deshacerse] de las formas y los ritos que lo embellecen y civilizan”, para lo cual resultaba necesario preservar la privacidad, la intimidad.
En esa misma dirección y a contracorriente de los aplausos y hasta la veneración que recibió Julian Assange y la filtración de miles de documentos confidenciales (conocido como Wikileaks), Vargas Llosa señalaba el absurdo de proclamar “el derecho de todos a saberlo todo”. No resultaba conveniente ni sensato desaparecer la distinción entre lo público y lo privado. No respetar esa frontera podía convertirse en un “liberticidio” que podía socavar los “cimientos de la democracia e infligiría un rudo golpe a la civilización”.
Porque, en efecto, hay que recordar que la edificación de una esfera privada, a la que no deben tener acceso terceros, sean estos el Estado, las iglesias, otros particulares, es una auténtica conquista civilizatoria, que hace la vida mejor (por cierto, la civilización del espectáculo también ha erosionado y de manera profunda ese derecho, y las vidas privadas e incluso íntimas de personajes diversos se han convertido en mercancías codiciables y altamente redituables). De igual manera, sólo desde la más profunda ingenuidad o perversidad se puede creer que todos los asuntos del Estado (o los estados) pueden ventilarse públicamente sin consecuencias negativas.
Ninguna democracia podría funcionar si desapareciera la confidencialidad de las comunicaciones entre funcionarios y autoridad… Lo que ha hecho Wikileaks… es destruir brutalmente la privacidad de las comunicaciones en las que los diplomáticos y agregados informan a sus superiores sobre las intimidades políticas, económicas, culturales y sociales de los países donde sirven…
Vargas Llosa señalaba El absurdo de proclamar ‘el derecho de todos a saberlo todo’. No resultaba conveniente ni sensato desaparecer la distinción entre lo público y lo privado
Eso no sólo creaba “situaciones enormemente delicadas” sino colocaba a esos funcionarios en una situación peligrosa.
En esta transformación, en este nuevo cocktail, el periodismo ha jugado un papel relevante. Al perderse las fronteras entre el periodismo serio y el escandaloso y amarillo, escribe Vargas Llosa, también el entretenimiento y la diversión se han entronizado como los valores supremos. Las noticias importantes pueden y son relegadas si aparece algo novedoso, escandaloso o espectacular. También el periodismo busca atraer al mayor número de lectores y para ello una prensa light, “ligera, amena, superficial y entretenida” suele ser el mejor anzuelo. (Otra vez, hay excepciones).
La información en el nuevo contexto debe divertir y para ello se explota el escándalo, el chisme, se viola la vida privada de las personas, se fomenta la calumnia, el infundio, en suma, se degrada la comunicación. La vida social convertida en espectáculo.
Total, un nuevo mundo en que unbuen número de los valores de la Ilustración han sido puestos de cabeza,según la lectura de Vargas Llosa. No creo que haya vuelta atrás, la degra-dación ha sido mucha y sigue siendo alimentada desde todos los flancos. Pero lo que me parece indudable es que el recuento que hace el autor peruano no puede omitirse porque en efecto algo muy importante hemos estado perdiendo en las últimas décadas. Quizá sea irrecuperable pero la simple inercia hará que la vida en común sea cada vez más ominosa.
NOTA
1 Mario Vargas Llosa, La civilización del espectáculo, Alfaguara, 2012.


