Nada para mantenerte humilde como ser víctima de la reventa. Y si es de la legal, pues peor. Malditas páginas revendedoras, cobran fee como impuestos el SAT. Si me la dejé meter doblada fue por amor. Pero no por cualquiera. Por amor al punk.
El rock es un monstruo de mil cabezas. Siempre que un puñetas balbucea que el rock está muerto, me pregunto: ¿habrá testeado la nueva droga dura australiana?
He leído a filósofos postapocalípticos afirmar que después de que uno rebasa los cuarenta deja de interesarse por música nueva. Me resisto a alimentarme sólo de la carroña de la nostalgia. A ver, si el género muriera mañana, si una plaga lo extinguiera, que todas las bandas en activo desaparecieran, existe rock suficiente para que las generaciones venideras de aquí hasta el fin del mundo se entretengan. Descubrí a Amyl and the Sniffers con su disco Comfort To Me. Algo tarde, si me perdonan. Pero me convertí en su clientazo a la primera escucha.
Un mediodía de cantina luminosa, mientras recuperaba la forma humana con un par Modelo Especial de barril (la cruda me tenía hecho un Mugwump) vi en instagram que Amyl and the Sniffers se presentaría en el Hotel Vegas en Austin. No existe nada mejor para robustecer tu ánimo que este tipo de noticias. Me dispuse a comprar un par de boletos pero estaba sold out. Porca vida, porca miseria, maldije. No me quedaré fuera, malditos gringos acaparadores.
La reventa en Estados Unidos es una licencia para robar. elevan un boleto de 25 dólares hasta 250. por actuar de intermediario, la página revendedora se lleva un setenta por ciento
LA REVENTA OFICIAL EN ESTADOS UNIDOS es una licencia para robar. Los ladrones elevan un boleto de 25 dólares hasta 250. Sólo por actuar de intermediario, la página revendedora se lleva un setenta por ciento. Terminé por pagar el costo del ticket + el fee de la página + más el excedente que pide la persona que lo vende. Pero todo sea por el punk. Por exacerbarme el tinnitus, esa maldita almorrana en los oídos, que desde hace años me corroe los nervios. Sin embargo, pese al abuso, era dinero bien gastado. En las manos equivocadas esa suma podría haberse empleado en un boleto de primera fila para Luis Miguel u Olivia Rodrigo.
Al día siguiente, mi compa Piñera y yo partimos hacia Austin a las seis de la madrugada. Desde que subimos al Mazda me apoderé del Spotify. Pura música de cañerías. Nunca permito que nadie se haga cargo de sonorizar el viaje, excepto Johnny Trash. Seis horas después hicimos nuestra única parada para cruzar la frontera en Eagle Pass. Una vez del otro lado, rompimos el ayuno con unos chicken tenders del Walmart. Que, consecuentes, nos bajamos con unos kombuchas Health-Ade sabor jengibre limón.
Cinco horas después entramos a Austin todavía eructando. Nos registramos en el hotel y nos salimos sin bañar. No descansamos ni un mísero minuto. Ni me cambié de ropa. Por comodidad me había aventado el viaje en guaraches y con un chor de los que uso para nadar. Nos lanzamos al Tatsu-Ya, uno de mis lugares favoritos de Austin, a tragar ramen. En la 6th Street, justo a una calle del Hotel Vegas. Que de hotel no tiene nada, en realidad es un bar con un patio trasero adecuado como sala de conciertos.
Después de pasonearnos de ramen y chela artesanal japonesa de barril, nos salimos a caminar para combatir el pico de glucosa. Al pasar por fuera del Hotel Vegas me achicopalé al ver a la gente formarse para ver a Amyl and The Sniffers. La banda se presentaría dos días seguidos. Nuestros boletos eran para la segunda noche. Vente, le dije al Piñera, vamos a asomarnos nomás de metiches. Todavía faltaba una hora para que empezara el desgarriate pero ya había raza poniéndose fina adentro. La envidia me corroía.
Larguémonos, le dije a Piñera. Mañana nos desquitamos. Apenas comenzamos a alejarnos, un güero nos preguntó si entraríamos. No tenemos boletos, le respondí. Vendo dos, contraatacó. El corazón se me comenzó a acelerar. Pero no tenía presupuesto para invertir otros cientos de dólares. Ya le había metido quinientos. Nomás por flagelarme le pregunté que cuánto quería. Cincuenta dólares, dijo. Lo que valen en taquilla. Holy caca. ¿Rili? ¿Era neta mi suerte? Si algún día escribo esto, pensé, mis lectores no me lo van a creer. Van a pensar que lo inventé.
Le dimos la feria al gringo y nos dio unas hojas de máquina mal impresas. Se veía que a la impresora le quedaba una minima-dre de tinta. Pero no rebotaron. La posibilidad de que alguien más ya hubiera entrado con ellos, el riesgo que corres siempre que agarras un boleto de último minuto, se desvaneció cuando nos escanearon los tickets y nos dieron acceso. A güevo, me dije para mis adentros. La Bestia triunfa de nuevo. Toma eso pinche capitalismo tardío y rascuache.
No existe mejor regalo que pueda hacerte una ciudad que descubrirte una banda nueva. El marrazo de esta visita fue Pussy Gillette, un trío punk de Austin. En la publicidad no aparecían anunciados. Pero eran los teloneros. La vocalista bajista es una chica negra chaparrita y con cabeza de micrófono (una afro). Algunas de sus canciones eran en español. Al día siguiente busqué su primer vinyl por todas las tiendas de discos especializadas, pero estaba agotado. Entendí por qué cuando subieron al escenario. Estaban en camino de convertirse en los nuevos embajadores del punk de Austin. ¿Ven? El punk no sólo no ha muerto, sino que sigue reproduciéndose como los Gremlins con mal de San Vito.
EL ESCENARIO DEL HOTEL VEGAS es un entarimado en un patio. No hay nada que mantenga al público contenido. Ni una valla improvisada. Los camerinos se encuentran enfrente. Para actuar, los músicos tienen que abrirse paso entre la muchedumbre, como algunos luchadores en las arenas pequeñas de provincia. Mientras babeaba con la actuación del trío local, vi a un lado de las bocinas a Declan Mehrtens con su guitarra. Comencé a temblar. No, no es muy dado en mí ponerme nervioso frente a las celebridades. Pero hacía tiempo que no me apasionaba tanto con una banda como con Amyl and The Sniffers, que comenzaron a sudarme las manos.
Declan, grité. Volteó hacía mí y a señas le pedí una foto. Me hizo con la mano un gesto para que me aproximara. I love yor band, man, le dije. You are the true spirit of rock & roll. Sonrío y me colocó el brazo en el hombro. Entonces sentí el patadón. Puta, cómo le chillaba la ardilla. El tufo denotaba que llevaba ya muchos meses en la carretera. Y que lo que menos les importaba era dar una buena imagen o asearse o ponerse deso-dorante. Su misión era tocar música. Ahí me di cuenta que esta era una banda real. Gente como nosotros. Que le apesta el sope, tiene largas las uñas de los pies y se lava los dientes con cerveza. A miles de kilómetros de distancia del glamur impostado del rock. Y, sin embargo, creador del mejor punk que se pueda imaginar. Si ya admiraba a Declan, con su sonido a la AC/DC, después de darle el golpe mi veneración alcanzó las dimensiones de un rascacielos.
Me sentía un poco ridículo con mis guaraches pata de gallo, el chor y una camperita Adidas con las franjas blancas todas percudidas. Estaba rodeado de punketos con botas Dr. Martens y de chicas maquilladas como El cadáver de la novia. A pesar del calor algunos llevaban chamarras de cuero. Una galería de playeras negras embellecía el cónclave punk. Con logos de bandas como Ramones, Black Flag y Viagra Boys. Todos tatuados, pedos y algunos en gomita. El único con aspecto de pseudorrocker, a los que tanto me gusta criticar, era yo. Parecía el papá de alguna punketillas de dieciocho años que acababa de ver.
Me sentía un poco ridículo con mis guaraches pata de gallo, el chor y una camperita Adidas con las franjas blancas todas percudidas. Estaba rodeado de punketos con botas Dr. Martens y de chicas maquilladas como El cadáver de la novia
Cuando Amy Taylor subió al escenario, todos se repegaron contra el entarimado. Menos yo. Si hubiera sabido que estaría allí, me habría puesto mis botas. Me agüité leve. Pero luego me dije, qué verga, si estar aquí adentro es la mejor venganza contra la reventa. Me resignaría a disfrutar del concierto a cierta distancia. Qué buen desmadre se armó desde la primera rola. Toda la raza se puso a brincar y a empujarse sin descanso. Las morras, la mayoría flaquititillas, se metieron en medio de la fábrica de moretones y se pusieron al tú por tú con cuanto mastodonte se les cruzara. Hombres y mujeres se trepaban al escenario y desde ahí volaban hacia el público. Algunos hacían crowdsurfing como si estuviéramos en el Alicia. Y no. Apenas si éramos unas doscientas personas.
Era la primera vez que Amyl and The Sniffers visitaba Estados Unidos y ya amasaban una fortuna de incondicionales fans que se sabían todas las canciones de memoria. Yo entre ellos. Abrieron con “Guided By Angels”. Y me empezó a arder el cuerpo. Piñera me dijo ai te ves y se metió entre la bola. En otras circunstancias mi reacción habría sido imitarlo, pero me sentía maniatado esta vez. Siguieron con “Freaks To The Front” y ya no me pude aguantar. Así en guaraches, ingue su, me interné entre los aventones. Fue más poderosa mi necesidad de formar parte del mosh pit que el temor a que me quebraran un dedo. Nunca me pasó por la cabeza que tenía boleto para la siguiente noche. Y de que en caso de que me dejaran inválido no podría asistir. Si este pensamiento hubiera cruzado mi cabeza me lo habría pensado dos veces. Sólo me dejé ir.
Avancé varios metros hasta situarme justo frente a Amy. A sólo un metro de distancia. Cuando perdí el equilibrio volví a la refriega. Sentía pares de botas y de Converse pisotearme sin misericordia. Pero no sentía dolor. No sé si era la adrenalina, la emoción o el aguantarse a lo mexicano, pero no huí al primer machucón. Estaba consciente de que en cualquier momento podría producirse un crujir de dedos. Y de que no sabía cuánto duraría aquello. Podría acusar el cansancio del viaje y abandonar el ruedo. Sin embargo, aunque sudaba como si estuviera en una sesión de burpees, me quedé a recibir más pisotones.
Por un instante una imagen envenenó mi cabeza. Me vi en muletas y con la pierna enyesada. Pero no me amedrenté ante mi fabricación mental. Me estaba divirtiendo. Sí, un cuarentón pasándosela en grande. Algo que en el guion de la razón se supone que no debería pasar. A la mierda si a los del cuarto piso ya no les interesa la música nueva. Esto es mejor que el yoga. Que la meditación. Que el trepar cerros. Qué terapia ni que madres. ¿Quieres vaciarte, sentir que te exprimen como a un trapeador, drenar tus peores emociones? Métete al slam en un concierto punk. Es como pelear una hora con las olas del mar cuando está picado.
AMY SE ARROJÓ DEL ESCENARIO varias veces y la cargamos sobre las palmas de nuestras manos. No hay duda de que es la mejor frontwoman de la actualidad. Tiene la actitud de una prostituta endurecida que se trabaja a puros traileros y habla más guarro que ellos.
Si había seguridad ni los noté. No hicieron falta. Aunque nunca están de sobra. He percibido que entre más guardias haya más problemas se presentan. En un ambiente tan libre como esa noche en el Hotel Vegas, el público se comportó de lo más civilizado. No hubo un solo altercado. Ni se molestó a los músicos, a pesar de que no había barreras entre ellos y nosotros. El cierre del show fue demoledor. “Capital”, “Knifey”, “Some Mutts” (Can’t Be Muzzled) y “Hertz”.
Cuando el concer terminó me percaté de que no había dejado de saltar un segundo. No me habían quebrado ningún dedo. Y por insólito que parezca, mis guaraches no se habían roto. Estaban enteritos. La única baja era que parecía que me había metido en una zanja. Como los trabajadores del drenaje. Tenía las piernas enlodadas hasta las rodillas. Tuve la suerte de que no estuviéramos sobre cemento o entonces sí que habría pagado las consecuencias. Me extrañó no sentirme cansado. A unos metros vimos que la gente se arremolinaba alrededor de Amy para tomarse fotos. Guau, aullé. La humildad de esta banda me tenía alucinado. Me entraron ganas de conocer Australia.
Salimos muertos de hambre. Con la clase de apetito que me ataca cuando nado 2 mil 500 metros. Lo solucionamos con un gyro de falafel de un foodtruck apostado en la misma 6th Street. Le dije a Piñera que tomara una foto de mis patas como recordatorio de lo que parecía una pendejada mayúscula y acabó por ser una de las mejores experiencias de mi vida. Los invito a probarla. Métanse en guaraches o descalzos en medio de cualquier multitud. Les revelará una parte de ustedes que no conocían. Y si salvan los juanetes, entonces serán capaces de enfrentarlo todo.
A la noche siguiente volvimos al Hotel Vegas. El concierto estuvo chingón. Pero no memorable como el primero. Quizá no me supo igual porque ahora sí me había puesto unos tenis.