EL CORRIDO DEL ETERNO RETORNO

Un beso frío en el hígado ( Fabián Casas está vivo, todos nosotros estamos muertos)

Fabián Casas en la Ciudad de México. Foto: Cortesía del autor

Me confesó que estaba en Prozac. Al instante sentí una profunda envidia. Fabián bajo el influjo de las sustancias y yo más seco que un camello deshidratado por la rinitis alérgica. Hacía tiempo que no me metía drogas. Excepto un ácido unas semanas, en los últimos meses me había entregado al alcohol como los seminaristas a Dios.

“Che, Carlito, no me ajetrés mucho, mira que porto el hígado de ex drogadicto, lo tengo pequeño”, me dijo. Como argentino, pensé que Fabián estaría habituado a las vísceras. Hacía varios años que Fabián y yo nos escribíamos por WhatsApp. Por fin nos conocíamos en persona. Y no se me ocurrió mejor manera de romper el hielo que darle un tour por algunas de mis taquerías favoritas. Mi mayor temor no era que nos cayéramos mal. Lo que me provocaba terror era que fuera vegano. Pero no, come carne como alguien que no planea vivir demasiado tiempo. Arrancamos en el Jarocho. Mientras le mordía a su taco campechano hablamos de lo que él domina “el deshielo de la depresión”. “Me gusta despertarme temprano. La música que escucho es un síntoma de si estoy bien o mal de ánimo. A los treinta tuve una gran depresión y recuerdo que me di cuenta de que la había superado cuando puse Abbey Road de los Beatles”.

AL MOMENTO ME VINO A LA MENTE una frase de Los Lemmings: “La dictadura fue la música disco”. Me alardeó que estaba en plan Bourdain y que el mejor recuerdo que podría llevarse a Argentina era una indigestión del tamaño de la Estrella de la Muerte. Estás con la persona indicada, le advertí. Pedimos un taco de chile relleno con chile morita y frijoles refritos y seguimos platicando. Una de las cosas que tenemos en común es Spinetta. Ambos somos fans. “Al Flaco me lo descubrió mi amigo Román. Él fue a las Malvinas, se salvó de morir en la guerra pero falleció en un accidente de moto. Recuerdo de joven escuchar Artaud de Pescado Rabioso de manera incansable, me encantaba porque no le encontraba sentido explícito y eso liberaba mi capacidad de abstracción”.

Nuestra siguiente parada fue en Maizajo. Otra cosa que nos une es el amor por los libros. Y como si fuéramos una pareja de nado sincronizado me confesó algo que yo he venido pensando en los últimos tiempos. “Tengo muchos libros. Estoy en un proceso de mi vida en la que quiero despojarme de todo lo pesado. Quedarme sólo con lo indispensable. Pero los libros son lo que más me cuesta dejar.” La ligereza que ahora caracteriza a Fabián le da para comerse dos de suadero, que en realidad son cuatro tacos, más uno de rib eye. Sumo: siete tacos en menos de dos horas. Nada mal.

Caminamos para bajar el “morfi”, como él dice. Era hora de que conociera la estrella del recorrido. El taco de hígado de Tepito. Hay un verso de uno de sus poemas que hace una alusión a este órgano. Se refiere a su etapa de drogadicto. Pero ahora ya no se mata con merca, sino que se agasaja con el hígado bien encebollado con un chingo de limón y salsa. Yo me pedí tres. Él cuatro. Para no quedarme atrás, tuve que igualarlo. Once tacos y seguía entero. Es que practico karate, me presumió.

Mientras pagábamos me preguntó qué más había por acá. ¿Todavía, tienes hambre, Fabián? “Ya te dije, me respondió, quiero batir un récord. Quiero probar todos los tacos posibles, hasta volverme mexicano.” ¿Has probado la cochinita?, le pregunté. “No, respondió. Llevame”. Pedimos un pUber y camino al Xel Ha, le pregunté si todavía existían secuelas de la dictadura.

“Sí, por supuesto. Ahora lo más parecido a la dictadura es el gobierno de Milei. Es un retroceso terrible en el que todos estamos peleando por la recuperación. Milei encarna la desesperación de la derecha salvaje. El fin del mundo.”

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“Quiero lo que vas a pedir vos”, me dijo. Tacos de pavo. No, respondió, pavo no. Quiero lo más heavy. Le sirvieron dos panuchos de cochinita y dos tacos cachondos de cochinita, que van fritos. Una bomba de calorías. Se los zampó y por fin se quedó tranquilo.

La única persona que recuerdo que comiera de esa manera es su compatriota el Migajón Morales, alias el Argentino de Lerdo. Pero, esperen. Todavía pidió postre. Un flan de queso. Y mientras se lo bajaba con una Coca Cola, porque no bebe más alcohol, hablamos de Fogwill, último maldito de la literatura argentina.

“Quique fue un gran amigo mío. Me ayudó mucho en mi primera gran depresión. Me arrastró a la pileta. Era un gran nadador. También me hizo nadar en el río. Recuerdo sobre todo su voz. A veces lo vuelvo a ver en sueños.”

FABIÁN ODIA LAS PANTALLAS. Si algo le molestó de los lugares donde comimos fue la tele. “Si fuera el presidente, dijo, las mandaría quitar todas.” Son para ver el futbol, le respondí. Y dijo, “ah, bueno. Es que los mexicanos son como los argentinos en ese sentido. Están enfermos de fútbol. En términos futbolísticos, continuó, la Argentina es una selección notable. Disfruto viéndola, independientemente de mi nacionalidad. Eso me parece genial. Me pasó con la Holanda del 74. La emoción de ver jugar a un equipo que no te importe a quién representa”. ¿Y Messi?, le pregunté. Que opinión tienes de él. “Sin De María, Argentina no habría sido campeón, así que la gloria no es toda de La Pulga”, se sinceró.

“Che, Carlito, me dijo, sabés qué voy a hacer regresando a Buenos Aires? A la mierda la poesía. Voy a poner un puesto de tacos en Corrientes. No bebo, pero quiero acompañarte a que te tomés unas cuantas cervezas más.” Al cliente lo que pida, le respondí y nos fuimos a las caguamas de Álvaro Obregón. De ahí nos corrieron a las dos de la mañana y nos fuimos a la taquería La Chula. Ya que estamos aquí, probemos, sugirió Fabián. Y pedimos cada uno una costra gigante de pastor. Se la aspiró. Y eso que eran las 3 de la mañana. Yo batallé para terminármela. Pero me dije: no, no me va a humillar. Y no paré hasta limpiar el plato.

A las cinco de la mañana nos despedimos. “Che, si alguna vez vienes a Buenos Aires te llevaré a comer chinchulines.” Y se marchó a su hotel. Yo me fui a la cama con la costra atorada en el pecho y no pude dormirme hasta las 6 de la mañana. Me pregunté si a Fabián le habría ocurrido lo mismo. Pero no lo veía factible, con la cantidad de Prozac que trae en el cuerpo seguro cayó redondo como un angelito.

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