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Mr. Beast y la explotación del patrimonio en redes

Mr. Beast y la explotación del patrimonio en redes
Mr. Beast y la explotación del patrimonio en redes Foto: Cortesía de la autora

La explotación del patrimonio en contenidos audiovisuales ha dominado el debate público en el ámbito cultural. No hace falta hacer recordar todos los detalles; ustedes, lectores, saben que el escándalo surgió de los videos producidos por el popular youtuber estadunidense Mr. Beast en sitios arqueológicos mayas. Más allá de lo que pueda decirse del manejo de la crisis, la polémica ha develado algunos puntos sobre los límites de la difusión de las herencias culturales.

Analicemos las opiniones que se han vertido en redes sociales. Una preocupación inicial fue el acceso a espacios restringidos afirmando que a los propios profesionales se les niega. Esa, me parece, es una discusión que amerita mayor profundidad en cuanto a los criterios que determinan el estudio y la investigación de los sitios arqueológicos y a quién o por qué se les asignan; pero, suponer que cuando el youtuber en cuestión asegura que ni los arqueólogos tienen acceso a esos espacios está hablando con la verdad es, por decir lo menos, ingenuo. También lo es pensar que le permitieron excavar una máscara como lo muestra en su video.

Antes de continuar, debo ser explícita en aras de la transparencia: yo escribo como alguien que ha participado en coberturas periodísticas y producciones audiovisuales de divulgación en espacios que no son de acceso público en sitios históricos y arqueológicos. Por ello, puedo asegurar que cuando se sigue el debido proceso para que se nos brinde acceso a medios tradicionales o digitales, estos espacios ya han sido plenamente excavados, analizados y consolidados por profesionales.

Por ello, puedo asegurar que la difusión y divulgación del patrimonio cultural no son problemáticas en sí mismas; sí lo es su explotación carente de una ética con relación a la información compartida y la manera de transmitirla. En el caso de sitios de acceso restringido,

el objetivo es socializar lo que ahí se ha investigado, a la vez que proveer al público de su goce. En otras palabras, ante la imposibilidad de abrir estos espacios a visitas masivas, los productos audiovisuales periodísticos y de divulgación ofrecen una ventana a un patrimonio que debe ser difundido. A la par, debe considerarse también que la normativa prevé incluso permisos para grabaciones en espacios patrimoniales con fines comerciales —cuántos anuncios, series y películas los han usado como escenario—.

En El Caso De Mr. Beast, lo que debería escandalizar no es el acceso a zonas restringidas en sí, sino su impacto. Cuando la campaña de los Juegos Olímpicos de París mostraron a atletas con la llama olímpica en las salas del Louvre, el divulgador español El Barroquista expresó que era una pésima pedagogía. El caso de Mr. Beast cae en ese mismo terreno, donde la falta de apego a la precisión en aras de la espectacularidad genera un producto que confunde a las audiencias y va en contra de mensajes

que los arqueólogos llevan años promoviendo, en resumen: no eres Indiana Jones, no debes entrar a sitios arqueológicos sin permiso y mucho menos excavar en ellos por la libre. Pero hay un aprendizaje aquí y es que deben actualizarse criterios y procesos para lidiar con contenidos digitales, porque seguimos usando una Ley de Monumentos que ya cumplió un cuarto de siglo.

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