Fonda Charly

Fonda Charly
Fonda Charly Foto: Cortesía del autor

Puedo vivir sin drogas, sin alcohol, sin sexo. Pero no puedo vivir sin tortillas de harina.

Y qué es lo peor que me podría pasar. Cuál sería la forma más cruel que tendría la vida de castigarme. Así es. Acertaron. A partir de los cuarenta años he comenzado a tener problemas para digerir el gluten. Bailando Bertha y llamando al Santo. Es lo malo de sentirse indestructible. Ya ven, a Omar Little, el mayor asesino de todos los tiempos, lo mató un chiquillo.

Lo sé, oh, Dios mío, vaya si lo sé. Que no debo propasarme con las tortugas de arete. Que debo medirme. Andarme con cuidado. Sin embargo, la tentación es más fuerte que mi sentido de la supervivencia. Y como el único propósito de la vida es arruinarme: que abren un expendio nuevo de tortillas de harina a dos calles de mi depa. Lo descubrí una tarde paseando al perro. Me compré un paquete “para probar”. Lo guardé en el refrigerador como quien compra un cachito de lotería y se olvida de él. Hasta que resulta que te sacaste un reintegro. Pero en mi caso fue el premio mayor.

No existe sensación parecida a aquella de abrir un paquete y probar una tortilla de harina que escapa al promedio. A ver, en general cualquiera es buena, aquí en el Norte, aclaro, pero ésta superaba la media. La mejor manera de catarla es en una quesadilla. Aunque muchos dirán que solita. Pero para mí lo ideal es un combate cuerpo a cuerpo entre la tortuga y el queso, no más. Desde el primer bocado me orgasmée. Esto es peligroso, pensé, y en lugar de deshacerme de semejante bomba de tiempo, podía regalárselas a algún vecino por ejemplo, las guardé en el refri.

Durante un par de días no las pelé. El mayor de los pecados es que las tortillas de harina se te echen a perder. Eso para un norteño es imperdonable. Como tenía que viajar el sábado, el viernes por la mañana decidí darles cran. Qué tarado fui, pude llevármelas conmigo y ahorrarme lo que me ocurrió después. Pero quienes han leído esta columna saben cómo es uno afecto al deporte extremo. En la mañana me hice tres burros de huevo. El paquete traía diez. Después de mi desayuno y descontando la quesadilla, me quedaban seis tortugas y contaba con el resto del día para acompletar la misión.

LOS MOMENTOS CRÍTICOS EXIGEN creatividad. A la hora de la comida me pregunté qué le haría justicia a estas tortillas. Qué acompañamiento estaría a la altura. Bingo, Pollo Loco, deduje. Le di en su máuser a tres tortillas más y ya sólo me quedaron tres que maté a la hora de la cena con unas sincronizadas a las que les puse rajas y chorizo. Y después me fui a dormir. Y qué hice todo el día: tirar barrita de piña. Ni siquiera pasié al perro, se lo había llevado mi hija a su casa. En el contador de pasos del iPhone no llegué ni a los ochenta.

Desperté a las 4:45 de la madrugada. Me fui al aeropuerto y a las seis de la mañana despegamos. Me quedé dormido durante el vuelo. Cuando aterrizamos no sentía nada anormal en mí. Pero cuando subí las escaleras que me condujeron a la sala para mi conexión comencé a sentirme mareado. Algo inusual, que casi nunca me pasa. Me tengo que sentar me dije. Y lo hice en un lugar frente a una pantalla que anunciaba las salidas. Pero fue el peor error que pude cometer. Me marée todavía más. Me levanté y comencé a caminar al baño y de repente trakas, que empiezo a vomitar en medio de la gente.

Me acordé en un pasaje de la película Cuenta conmigo. Cuando Gordie relata la historia del gordo que vomita a toda la gente en el concurso.

Dejé un sendero de vómito hasta el baño. Ahí terminé de devolver. El empleado de la limpieza llamó a los paramédicos, quienes me inyectaron difenidol. No era infección, así que no me administraron medicamento. Era un simple empacho, me dijeron. Pero de simple no tenía nada. Como mi puerta de abordaje estaba del otro lado del aeropuerto, me llevaron en silla de ruedas, me sentía muy débil. A medio camino le pedí a la persona que me conducía que me llevara al baño pero no alcancé a llegar, otra vez trakas, que empiezo a vomitar en medio de todo mundo, como un arma de destrucción masiva. Pero esta vez la expulsión era violentísima, me dolía el pecho y los ojos se me volteaban. Me encontraba tan jodido que ni siquiera tuve tiempo de avergonzarme del oso descomunal que estaba protagonizando.

EN EL BAÑO ME LAVÉ y continuamos hasta la puerta 60. Tomé asiento en un lugar alejado de todos los pasajeros. El último de una banca que daba a un restaurante. Pensé que ya todo había pasado cuando arrojé otra vasca torrencial, trakas, trakas y trakas. La gente que estaba comiendo se levantó de sus lugares, pagó y se fue asquedada. Vino una de las señoras de la limpieza y me puso la cagotiza de mi vida. Como si hubiera estado en una fiesta y hubiera estornudado encima de la coca. Cuando anunciaron que el abordaje estaba a punto de comenzar guacarée otra vez, trakas. Que alguien pare esta masacre, proferí entre dientes. Estaba exhausto, me ardía el pecho y la garganta, y me quería morir. Pero así y todo me dejaron subir al avión. Me aplastaron en el asiento 30 C, junto al baño.

Dormí todo el vuelo. Aterricé sin novedades. Pasaron por mí en un coche y dos calles antes de llegar al hotel pedí que se detuvieran y volví a vomitar en plena calle. No sé de dónde me salía tanto material. Era excesivo. Estaba alucinando, porque veía cosas moverse entre la vianda que acababa de arrojar. Erré de profesión, pensé. En lugar de dedicarme a ser columnista debí poner una fonda. En ese momento me acordé en un pasaje de la película Cuenta conmigo. Cuando Gordie relata la historia del gordo que vomita a toda la gente en el concurso por ver quién come más pays de una sentada.

Después de mi traumático evento vinieron muchos días de caldito de pollo en la comida y la cena. Cómo combatir la deshidratación. Pues con líquidos y más líquidos. Bebí más agua que nunca en mi perra vida. No voy a negar que me asusté. Y me prometí a mí mismo que no volvería a tocar una tortilla de harina. Pero honestamente no sé si estoy preparado para renunciar a ese placer. Sería una tragedia equiparable a la de perder a un miembro de la familia.

Antes de sentarme a redactar esta columna, ya me sentía bien, fui al expendio y me compré dos paquetes de tortillas de harina. Justo ahora los estoy viendo. No sé si me las voy a comer. Pero el simple hecho de tenerlas aquí me procura paz. ¿Seré capaz de llevármela tranqui? ¿De comerme sólo una al día?

Ser norteño y no comer tortillas de harina es una contradicción hasta ontológica.