Al fondo de la noche

Al fondo de la noche
Al fondo de la noche Foto: Imagen: Especial

Todos llevamos un fantasma. Un día empezamos a convivir con él como si fuera una antigua amistad. Aparece en las fotografías antiguas, camina por la casa sin molestar, come con nosotros e incluso abre la puerta y se va a dar un paseo al parque porque no le gusta el encierro. Hay fantasmas que nos juegan bromas con los lentes perdidos, con las llaves del coche, el paraguas que se ocultó en el restorán. Pero hay otros menos amistosos que llevamos en la espalda como un peso muerto y nos recuerda que la vejez llega de golpe, que las amistades se terminan y que la vida, como quiso Lobo Antunes, es una pila de platos que se caen al suelo. Hay fantasmas creativos que escriben, aman y lloran por nosotros, por eso soportamos la vida, sin ese espectro la existencia sería insoportable.

Sé cosas de la noche. Cuando el fantasma descansa somos nosotros mismos. Falso que salgan en la oscuridad, los fantasmas reposan para realizar sus actividades durante la vigilia, se sabe: la noche es la fábrica del día.

A las cuatro y media abro el ojo y veo la negra noche. Reviso el día sin las armas de la lógica, pienso en los años pasados sin que vengan a rescatarme las ondas del sueño profundo. Y así amanece y mi fábrica de luz no abre, mantiene sus puertas cerradas. Así empecé a tomar benzodiacepinas.

TE RECOMENDAMOS:

—Un Tafil de .50 mg. una hora antes de dormir —me dijo el médico.

El tiempo pasó y el Tafil y yo nos volvimos inseparables, una amistad larga de lealtades irrompibles.

—Las benzodiacepinas pueden en algunos casos ocasionar problemas cognitivos. Y si las mezclas con alcohol es veneno —dijo otro médico.

No le contesté como le respondió Balzac a Bianchon, su médico:

—No tome tanto café. Es un veneno.

—Pues debe ser un veneno muy lento porque llevo tomando café más de treinta años.

Por cierto, Bianchon era uno de los fantasmas de Balzac y al final no pudo salvarle la vida porque no logró salir de las páginas de las novelas balzacianas en las que vivió toda su vida. Balzac no tenía sino deudas, y mujeres que le ayudaban a pagarlas.

Vuelvo al Tafil: un veneno lento, lo empecé a tomar cuando me diagnosticaron cáncer y hasta la fecha, los grandes amigos. Pero mentiría si digo que no me dejó tocado el mensaje de aquel médico. Me persiguen ciertos olvidos que antes los hubiera aplastado como a una mosca. ¿Cómo me llamo? Nada, mi mente funciona tan mal como hace años.

—¿No has probado la mariguana? En gotas, THC. Muchos insomnes la toman para dormir.

Nadie sabe cuando cruza una frontera hasta que conoce las consecuencias. Busqué en el celular y encontré una tienda cerca del Parque México que anunciaba Cáñamo. “Donde hay cáñamo hay mariguana, pensé.”

Salí a caminar. Atravesé el parque y no pude evadir el punzón del recuerdo: las cáscaras en el redondel, goles de ensueño, la maldad del Willie insultándome, reventándome un balonazo en el cuerpo, mi primera novia y yo ocultos en las sombras de la calle de Chilpancingo descubriendo el fuego recargados en un coche. Rompí el cerco del pasado y entré a la tienda.

—¿Vende usted cáñamo? —pregunté.

—Sí —me contestó una joven tatuada, no he dicho que odio los tatuajes.

—¿El cáñamo tiene THC? Porque la verdad es que busco THC.

Leí la mirada de la joven de los tatuajes: “Este ruco es un atascado”. Sí, leo las miradas, una habilidad que adquirí desde niño.

—Tenemos gotas con una carga al 60 por ciento —me pareció oír— y me mostró un frasco oscuro con gotero.

A esas alturas del edificio de mi ansiedad, ya en la azotea del miedo, yo me sentía Caro Quintero.

—Me llevo el frasco.

—Para empezar, dos o tres gotas. Es fuerte —me dijo la señorita Tatuajes.

Carísimas las gotas, por cierto. En la noche pensé: “aquí vamos”. Quienes me conocen saben que las habilidades manuales no son lo mío, la verdad es que nunca he sabido qué es lo mío. Tomé el gotero y lo apreté para aspirar el líquido ámbar. Me lo metí en la boca y apreté. Después de tragar pensé: “creo que me pasé”.

Media hora más tarde quise ir al baño y no pude mantenerme en pie. Estoy seguro que levité, no mucho, unos diez centímetros. Había nubes en el piso y caminé como lo hizo Neil Armstrong aquel día histórico en la Luna. Intenté tomar una toalla y sólo obtuve el vacío. Agua, el agua todo lo disuelve. Me volqué un vaso en elpecho. Me incliné y acosté en el piso del baño en posición fetal y fatal. Náusea y temblores.

Listo, acabé conmigo, llevo mucho tiempo en el intento, por eso fumé como loco y por eso bebo y tomo benzodiacepinas. El viaje apenas empezaba. No tengo que perder la conciencia, el ser, me puse filosófico en la pálida. Soy un mendrugo. Qué extraña palabra, un mendrugo.

No sé cuánto tiempo pasó. Cuando me sentía en una dimensión desconocida lo vi con claridad: el fantasma. No apareció como los espectros de las películas, sino como las imágenes de la vida cotidiana: un hombre, me hubiera gustado más una fantasma, vestido con una chamarra para la lluvia, le llaman rompevientos, una playera, pantalones vaqueros y tenis, como si viniera de hacer ejercicio. Se dice que en el más allá hay gimnasios grandes y lujosos.

—¿Tú eres? —me comuniqué con él mentalmente.

—Te sigo —me respondió con la mente.

—¿Qué puedo hacer? —le pregunté.

—Decir no.

Se hizo de humo. No lo he vuelto a ver desde aquel viaje, aunque sé que está cerca y cabe la posibilidad de que haya escrito está página.

TE RECOMENDAMOS: